Cuando la puerta de la celda se abrió, ya estaba vestido. Durante la noche, había perdido la noción del tiempo, pero calculaba que llevaba más de una hora bordeando las paredes de su tumba de cemento, de un lado a otro, sumido en una desesperación que no le había embargado nunca en todo ese tiempo.
- Vamos Carlos, te vas a casa.
Aquella palabra le provocó un vuelco en el estómago, que se desplazó después hasta el pecho y la garganta, inmovilizándole un segundo. Si hubiera estado en una película, habría echado un último vistazo al lugar que había habitado en los últimos tiempos. Pero no lo hizo, porque ya conocía de memoria cada rincón y sabía que por mucho que luchara, jamás borraría de su mente los recovecos de aquel cuarto.
Echó a andar tras el hombre que le iba abriendo las puertas de su nueva vida, y se detuvo frente a una sala que sólo había visitado una vez, a su llegada.
Sobre una mesa, encontró sus pertenencias. La llave del armario que jamás volvería a abrir, el reloj de su padre, una pequeña bolsa con ropa y una cajita cuadrada, pequeña. En un movimiento rápido, se guardó la caja en el bolsillo de los vaqueros y metió el resto de objetos en la bolsa.
Cuando cruzó el último umbral, sintió que se iba a quedar ciego. El sol que caía sobre él no era el mismo que le calentaba los huesos en el patio de la cárcel. Ahí afuera, la luz no estaba rodeada de muros de contención. Por un segundo, sólo tuvo ganas de correr.
Albergaba de forma estúpida la ilusión de que ella estaría ahí afuera, esperándole. Se la había imaginado de mil formas, con el pelo más corto, con el pelo más largo, con un cuerpo diferente, con una mirada distinta. Algunas visiones le alentaban, otras le aterraban.
Pero ahí afuera no le esperaba ni una cosa ni la otra. Vio el coche aparcado al otro lado de la calle, con el motor en marcha, y tuvo una horrible sensación de dejà vú. Pero esta vez, subió sabiendo que por primera vez, le llevaría hasta lo que más deseaba.
- Vamos Carlos, te vas a casa.
Aquella palabra le provocó un vuelco en el estómago, que se desplazó después hasta el pecho y la garganta, inmovilizándole un segundo. Si hubiera estado en una película, habría echado un último vistazo al lugar que había habitado en los últimos tiempos. Pero no lo hizo, porque ya conocía de memoria cada rincón y sabía que por mucho que luchara, jamás borraría de su mente los recovecos de aquel cuarto.
Echó a andar tras el hombre que le iba abriendo las puertas de su nueva vida, y se detuvo frente a una sala que sólo había visitado una vez, a su llegada.
Sobre una mesa, encontró sus pertenencias. La llave del armario que jamás volvería a abrir, el reloj de su padre, una pequeña bolsa con ropa y una cajita cuadrada, pequeña. En un movimiento rápido, se guardó la caja en el bolsillo de los vaqueros y metió el resto de objetos en la bolsa.
Cuando cruzó el último umbral, sintió que se iba a quedar ciego. El sol que caía sobre él no era el mismo que le calentaba los huesos en el patio de la cárcel. Ahí afuera, la luz no estaba rodeada de muros de contención. Por un segundo, sólo tuvo ganas de correr.
Albergaba de forma estúpida la ilusión de que ella estaría ahí afuera, esperándole. Se la había imaginado de mil formas, con el pelo más corto, con el pelo más largo, con un cuerpo diferente, con una mirada distinta. Algunas visiones le alentaban, otras le aterraban.
Pero ahí afuera no le esperaba ni una cosa ni la otra. Vio el coche aparcado al otro lado de la calle, con el motor en marcha, y tuvo una horrible sensación de dejà vú. Pero esta vez, subió sabiendo que por primera vez, le llevaría hasta lo que más deseaba.
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