Frío.
Dentro.
Sabía que la manta que rodeaba su cuerpo no lo mitigaría. Porque el helor nacía de lo más profundo de su ser, y emanaba desde su centro hacia afuera.
Intentó cerrar los ojos y pensar en algo que le calentara el alma, pero los recuerdos aparecían difuminados, borrados de la faz de su mente por un lápiz invisible de años que se escurren. Y soñar con lo que estaba por venir había llegado a ser alentador en ciertos momentos, pero cuando el miedo ahoga, estrangula también las escenas que la mente pretende dibujar como perfectas.
Abrió los ojos y los volvió a cerrar al instante. En el segundo que duró aquella mirada, sólo pudo ver oscuridad, y un miedo remotamente infantil acudió de nuevo, haciéndole creer que aquella negrura se colaría por sus ojos y se instalaría allí para siempre.
En los seis años que llevaba entre aquellas cuatro paredes, habría deseado muchas veces que así fuera. Su mente luchaba contra sí misma para conducir sus sueños hacia donde él quería, pero el subconsciente, menos hipócrita, le traía sueños con balas, que se cernían sobre su cabeza y le sacaban de aquella celda.
Pero esa noche no podía permitirse el lujo de dormir siquiera. Su mente se revolvía inquieta, confusa.
Seis años sin saber nada de ella. Ni de su hijo. Saúl sólo le visitó una vez, cinco meses después de su traslado a prisión, para decirle que el niño había nacido, y que estaban bien. Tres años después, le concedieron su primer permiso, pero renunció a él porque no tenía donde ir. Su madre estaba muerta, y lo único que tenía en el mundo debía estar lejos de su alcance para mantenerse a salvo. Y no estaba seguro de poder mantener esa distancia si decenas de muros de hormigón no se lo impedían.
Carlos Almansa no sabía rezar ni creía en nadie más allá de sí mismo. Pero por primera vez en su vida, pidió a quien quiera que le escuchase que ella hubiera cumplido su promesa.
Dentro.
Sabía que la manta que rodeaba su cuerpo no lo mitigaría. Porque el helor nacía de lo más profundo de su ser, y emanaba desde su centro hacia afuera.
Intentó cerrar los ojos y pensar en algo que le calentara el alma, pero los recuerdos aparecían difuminados, borrados de la faz de su mente por un lápiz invisible de años que se escurren. Y soñar con lo que estaba por venir había llegado a ser alentador en ciertos momentos, pero cuando el miedo ahoga, estrangula también las escenas que la mente pretende dibujar como perfectas.
Abrió los ojos y los volvió a cerrar al instante. En el segundo que duró aquella mirada, sólo pudo ver oscuridad, y un miedo remotamente infantil acudió de nuevo, haciéndole creer que aquella negrura se colaría por sus ojos y se instalaría allí para siempre.
En los seis años que llevaba entre aquellas cuatro paredes, habría deseado muchas veces que así fuera. Su mente luchaba contra sí misma para conducir sus sueños hacia donde él quería, pero el subconsciente, menos hipócrita, le traía sueños con balas, que se cernían sobre su cabeza y le sacaban de aquella celda.
Pero esa noche no podía permitirse el lujo de dormir siquiera. Su mente se revolvía inquieta, confusa.
Seis años sin saber nada de ella. Ni de su hijo. Saúl sólo le visitó una vez, cinco meses después de su traslado a prisión, para decirle que el niño había nacido, y que estaban bien. Tres años después, le concedieron su primer permiso, pero renunció a él porque no tenía donde ir. Su madre estaba muerta, y lo único que tenía en el mundo debía estar lejos de su alcance para mantenerse a salvo. Y no estaba seguro de poder mantener esa distancia si decenas de muros de hormigón no se lo impedían.
Carlos Almansa no sabía rezar ni creía en nadie más allá de sí mismo. Pero por primera vez en su vida, pidió a quien quiera que le escuchase que ella hubiera cumplido su promesa.
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