Se despertó en varias fases, primero tomando conciencia de su cuerpo y del frío que le recorría la espina dorsal, luego entreabriendo los ojos, dejando que los primeros rayos del sol que se colaban por la persiana se dibujaran en su cara. Se había quedado dormida en el sofá hacía un par de horas, después de que otra pesadilla la sacara de la cama a medianoche. Se incorporó y se abrazó a sí misma mientras miraba el espacio que la rodeaba. A pesar de llevar más de cuatro años en aquel lugar, había días que seguía despertando sin reconocer el espacio donde se hallaba.
Se levantó y se dirigió al enorme ventanal del salón. Abrió la persiana y tiró de la manivela del balcón, dejando que la luz lo regara todo. Alzó un pie descalzo y salió fuera, empapándose del ruido que venía de la calle. Lo que más le gustaba de aquel lugar no eran los muebles caros que lo ocupaban, ni la televisión de plasma, ni la comodidad que suponía vivir en el centro.
Lo mejor de aquel lugar era el ruido, incesante, martilleándole los oídos. Se apoyó en la baranda de hierro y miró hacia abajo un segundo, a las hormigas, para después cerrar los ojos, jugando a distinguir los sonidos. Coches, autobuses, gente, un martillo hidráulico. Todo menos el silencio que la llevaba de vuelta atrás.
Llevaba puesto el camisón blanco, el de los estúpidos corazones rojos que ya no eran más que pequeñas manchas informes en él. La jodida sentimental que vivía en ella se resistía a dejarle pasar a mejor vida.
Dio media vuelta y se encaminó hacia el lateral del salón, donde se abría un pequeño pasillo. Pasó junto a la puerta entreabierta y se quedó apoyada en el quicio, dejando que el mejor de los sonidos se llevara ya muy lejos aquella oscuridad que pesaba dentro de ella. El sonido que te dice que la persona que más amas en el mundo respira al otro lado. Oyéndole a él, ya no había pesadillas.
Empujó la puerta suavemente y le llamó en voz baja.
- Hey, es hora de levantarse…
El gruñido familiar proveniente de la cama le arrancó una sonrisa que ya no se iría de ahí, al menos, en todo el día.
- Vamos…
Entró a tientas y subió un poco la persiana, lo justo para poder llegar hasta la cama y sentarse junto a él. Lo justo para no ver “La noche estrellada” de Van Gogh, que colgaba de la pared sobre la cama. Tiró un poco de la manta y le revolvió el pelo con suavidad.
- Venga, o llegaremos tarde los dos.
Le vio lanzar las mantas hacia atrás, como si hubiera despertado de golpe, y mirarla con esos ojos pardos, ligeramente verdosos, como si estuviera a punto de crucificarla.
- No es justo, mamá…
Se levantó y se dirigió al enorme ventanal del salón. Abrió la persiana y tiró de la manivela del balcón, dejando que la luz lo regara todo. Alzó un pie descalzo y salió fuera, empapándose del ruido que venía de la calle. Lo que más le gustaba de aquel lugar no eran los muebles caros que lo ocupaban, ni la televisión de plasma, ni la comodidad que suponía vivir en el centro.
Lo mejor de aquel lugar era el ruido, incesante, martilleándole los oídos. Se apoyó en la baranda de hierro y miró hacia abajo un segundo, a las hormigas, para después cerrar los ojos, jugando a distinguir los sonidos. Coches, autobuses, gente, un martillo hidráulico. Todo menos el silencio que la llevaba de vuelta atrás.
Llevaba puesto el camisón blanco, el de los estúpidos corazones rojos que ya no eran más que pequeñas manchas informes en él. La jodida sentimental que vivía en ella se resistía a dejarle pasar a mejor vida.
Dio media vuelta y se encaminó hacia el lateral del salón, donde se abría un pequeño pasillo. Pasó junto a la puerta entreabierta y se quedó apoyada en el quicio, dejando que el mejor de los sonidos se llevara ya muy lejos aquella oscuridad que pesaba dentro de ella. El sonido que te dice que la persona que más amas en el mundo respira al otro lado. Oyéndole a él, ya no había pesadillas.
Empujó la puerta suavemente y le llamó en voz baja.
- Hey, es hora de levantarse…
El gruñido familiar proveniente de la cama le arrancó una sonrisa que ya no se iría de ahí, al menos, en todo el día.
- Vamos…
Entró a tientas y subió un poco la persiana, lo justo para poder llegar hasta la cama y sentarse junto a él. Lo justo para no ver “La noche estrellada” de Van Gogh, que colgaba de la pared sobre la cama. Tiró un poco de la manta y le revolvió el pelo con suavidad.
- Venga, o llegaremos tarde los dos.
Le vio lanzar las mantas hacia atrás, como si hubiera despertado de golpe, y mirarla con esos ojos pardos, ligeramente verdosos, como si estuviera a punto de crucificarla.
- No es justo, mamá…
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