El corazón de ambos, madre e hijo, emprendió una subida idéntica, revolviéndose dentro del pecho y saltando hacia la tráquea, donde pareció quedarse parado. Carlos fue el primero en reaccionar, saltó del sofá y se lanzó a la puerta. María corrió tras él y ambos se quedaron inmóviles tras ella.
Cuando la puerta se abrió, Carlos Almansa ya se había tragado todas las lágrimas que no había derramado durante los últimos años mientras subía la escalera. Iba a tocar en el telefonillo, pero supo que la voz no saldría de su cuerpo, ni sabría qué decir. Así que esperó pacientemente hasta que diez minutos después, la puerta se abrió y se coló dentro del edificio.
Cuando la vio parada delante de él, sintió que iba a desmayarse. Sus recuerdos la habían idealizado hasta el extremo, pero ni aún así le hacían justicia. Le pareció más hermosa de lo que la recordaba, más frágil, más digna de ser amada que nunca. Por un momento, pensó que lo mejor para ella era que echara a correr por donde había venido, porque no tenía derecho a irrumpir en su vida ahora. Quiso abrazarla pero estaba demasiado lejos de su alcance.
- Papá…
Tuvo que agarrarse al marco de la puerta cuando esa voz le golpeó con su presencia. Bajó la mirada despacio y comprendió por qué María estaba tan lejos de la puerta. Era como mirarse en un espejo de feria, de ésos que te devuelven tu imagen distorsionada. El pelo color ceniza, los ojos grandes, pardos, llenos de lágrimas. Con el tiempo, se culparía mil veces de no haberle cogido en los brazos en ese mismo segundo. Pero algo le detenía. No sabía si era el miedo al rechazo, la impresión sufrida o una mezcla de ambas. Tuvo que volver a mirar a María, que asintió con la cabeza, mientras en su cara las lágrimas se mezclaban con su sonrisa. Se agachó y le miró de frente.
- Hola…
Su voz salió tan débil que creyó que su hijo no le podía haber oído. El niño permanecía inmóvil frente a él, sin hablar. Carlos alargó una mano y le revolvió el pelo con suavidad. Sólo cuando fue a hablar se dio cuenta de que él también lloraba ya.
- ¿Me das…? – le horrorizó su voz entrecortada, incapaz de formular una frase lógica. - ¿Me das… un abrazo?
El niño parecía haber estado esperando esa frase todo el tiempo. De un salto, se lanzó sobre él y le echó los brazos al cuello. Lo primero que pensó su padre, era que aquel cuerpo se le antojaba pequeño e indefenso. Luego ya no pudo pensar en nada. Cuando se dio cuenta, acariciaba la espalda de su hijo y le levantaba dos palmos del suelo, en un intento por calmar su llanto, mientras él hacía lo mismo en silencio.
No supo cuánto tiempo pasaron así hasta que la respiración del niño se calmó, y se separó despacio de él.
- Ahora tienes que abrazar a mamá, que ella también te ha echado de menos.
Le besó en la mejilla antes de que se escabullera definitivamente de su abrazo, y se incorporó. Traspasó el umbral de la puerta y cerró desde dentro, antes de volver a mirarla y saber, ahora ya con toda certeza, que había valido la pena todo lo que había pasado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario