- Mamá…
Le gustaba preguntar cosas extrañas mientras su madre le cepillaba el pelo. Los dos se colocaban frente al espejo y ahí empezaba la traca de preguntas. Por lo general, era un niño no demasiado hablador, intuitivo, reservado y quizá, demasiado imaginativo para sus cinco años. Pero ese momento ocurría con exacta cadencia, todos los días.
María se preparó para hacer frente a las más descabelladas preguntas sobre de dónde sale el agua del grifo o cómo es posible que Caperucita no se de cuenta de que el lobo no es su abuelita.
- Sorpréndeme.
El niño asintió, mirándose en el espejo, mientras ella seguía cepillándole el pelo con lentitud. Laceo, color ceniza. Era como volver a tenerle a él, entre los dedos, escurriéndose, diluyéndose…
- ¿Por qué papá no está? ¿Se murió?
Ella dejó el cepillo sobre el lavabo y le miró a través del espejo, colocando su rostro al lado del de él y abrazándole por los hombros. Llevaba casi seis años preparándose para esa pregunta, ensayando respuestas, preguntándose hasta donde debe saber un niño.
Pero el hecho de saber que vamos a morir no hace que tengamos menos miedo. Y algo así le ocurría en aquel momento. En su cabeza, una vez más, oyó la voz de Héctor, llegándole desde muy lejos, murmurando una y otra vez aquellas palabras…
…por nuestra culpa…
… acompañándolas, como siempre, de una mano invisible que le atenazaba las entrañas.
Le estrechó aún más contra sí y aspiró el olor de su hijo, el olor a niño, sin saber muy bien si permanecía ahí o era una ilusión olfativa que se había quedado pegada a ella el día que Carlos nació.
- Papá no está porque… si él estuviera aquí, nosotros no podríamos estar.
Ni ella misma entendía aquella sucesión de palabras inconexas, tan ininteligibles para ella como debían de serlo para su hijo. Pero él no preguntó más, pareció conformarse y volvió a sumirse en su silencio habitual, taciturno, como si siempre estuviese pensando en algo que a ella se le escapaba.
- Mamá…
Cuando elevó la vista, vio una lágrima minúscula, casi imperceptible, rodar por el rostro de su madre, y decidió cambiar la pregunta a última hora y decirle algo que la hiciera feliz. Nombrar a Iván siempre era una buena opción. A su madre le encantaba que le contara cosas sobre él, adónde iban, qué hacían, qué cosas le contaba…
Ella respondió con un sí mudo, muerto de miedo, asentido sólo con los ojos.
- ¿Sabes qué? Iván tiene una novia súper guapa… Parece una chica de los anuncios de la tele.
Vio como aquella sonrisa blanca se curvaba de nuevo hacia arriba, primero sólo asomando, luego abiertamente. Nunca fallaba.
- Carlos…
- ¿Qué, mamá?
- Esta tarde, cuando vuelvas del cole, te voy a contar todo lo que quieras saber sobre papá, ¿vale?
Le gustaba preguntar cosas extrañas mientras su madre le cepillaba el pelo. Los dos se colocaban frente al espejo y ahí empezaba la traca de preguntas. Por lo general, era un niño no demasiado hablador, intuitivo, reservado y quizá, demasiado imaginativo para sus cinco años. Pero ese momento ocurría con exacta cadencia, todos los días.
María se preparó para hacer frente a las más descabelladas preguntas sobre de dónde sale el agua del grifo o cómo es posible que Caperucita no se de cuenta de que el lobo no es su abuelita.
- Sorpréndeme.
El niño asintió, mirándose en el espejo, mientras ella seguía cepillándole el pelo con lentitud. Laceo, color ceniza. Era como volver a tenerle a él, entre los dedos, escurriéndose, diluyéndose…
- ¿Por qué papá no está? ¿Se murió?
Ella dejó el cepillo sobre el lavabo y le miró a través del espejo, colocando su rostro al lado del de él y abrazándole por los hombros. Llevaba casi seis años preparándose para esa pregunta, ensayando respuestas, preguntándose hasta donde debe saber un niño.
Pero el hecho de saber que vamos a morir no hace que tengamos menos miedo. Y algo así le ocurría en aquel momento. En su cabeza, una vez más, oyó la voz de Héctor, llegándole desde muy lejos, murmurando una y otra vez aquellas palabras…
…por nuestra culpa…
… acompañándolas, como siempre, de una mano invisible que le atenazaba las entrañas.
Le estrechó aún más contra sí y aspiró el olor de su hijo, el olor a niño, sin saber muy bien si permanecía ahí o era una ilusión olfativa que se había quedado pegada a ella el día que Carlos nació.
- Papá no está porque… si él estuviera aquí, nosotros no podríamos estar.
Ni ella misma entendía aquella sucesión de palabras inconexas, tan ininteligibles para ella como debían de serlo para su hijo. Pero él no preguntó más, pareció conformarse y volvió a sumirse en su silencio habitual, taciturno, como si siempre estuviese pensando en algo que a ella se le escapaba.
- Mamá…
Cuando elevó la vista, vio una lágrima minúscula, casi imperceptible, rodar por el rostro de su madre, y decidió cambiar la pregunta a última hora y decirle algo que la hiciera feliz. Nombrar a Iván siempre era una buena opción. A su madre le encantaba que le contara cosas sobre él, adónde iban, qué hacían, qué cosas le contaba…
Ella respondió con un sí mudo, muerto de miedo, asentido sólo con los ojos.
- ¿Sabes qué? Iván tiene una novia súper guapa… Parece una chica de los anuncios de la tele.
Vio como aquella sonrisa blanca se curvaba de nuevo hacia arriba, primero sólo asomando, luego abiertamente. Nunca fallaba.
- Carlos…
- ¿Qué, mamá?
- Esta tarde, cuando vuelvas del cole, te voy a contar todo lo que quieras saber sobre papá, ¿vale?
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