
- María… ¿qué…?
Héctor se inclinó y la cogió por los brazos, intentando levantarla.
…qué está pasando, qué está pasando, qué está pasando, qué está pasando, qué está pasando…
Su voz emergía rota de su cuerpo, sin cadencia, sin tono, sin graves ni agudos. Una monótona repetición del mismo interrogante.
- María, levántate, por favor.
Tiró de ella hacia arriba y tuvo que agarrarla por la cintura para que no se le volviera a escurrir entre los brazos. De repente, la notó tensarse y abrir mucho los ojos.
- Tengo que ir a por mi hijo, tengo que ir a por él.
Le puso un dedo en los labios, pensando que aquel gesto podría tranquilizarla, pero sólo consiguió convulsionarla más.
- María, por favor, no hagas ninguna tontería…
Levantó el rostro y le miró atravesándole. Jamás, nunca, había visto tanta rabia concentrada en una mirada.
- ¿Quieres irte? Lárgate, corre con tu hermana… ¡vete!
- No me voy a ir, María. No me voy a ir. Sabes que no podría hacerlo.
El odio, la rabia, todo, se esfumó. El horror, a veces, nos hace tener ideas imposibles. Y ésa había sido una de ellas. Héctor de la Vega, el que ella conocía, jamás se habría largado dejándoles solos. Le pidió perdón sólo con el ojos, sin necesidad de palabras, y sintió una fuerza enorme nacer en el centro de su cuerpo. Había llegado el momento de demostrarle a Iván que ella no era la mujer que él se imaginaba. Desde que le había contado la verdad, su desprecio hacia ella se había endurecido hasta el límite de lo soportable. Y quizá era el destino el que le estaba dando la oportunidad de enseñarle a su hijo hasta dónde estaba dispuesta a llegar.
- Dios mío, ¿dónde pueden estar?
Héctor ya no lloraba. Ya no tenía miedo. La misma energía que parecía emerger de ella, se desprendía también de él. Su voz sonó como su mirada, firme, necesitada de enfrentarse a su propio pasado.
- Tengo una ligera idea.
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