María se despertó con un sobresalto. Esta vez no fue una pesadilla. Fue hambre. Esa pequeña criatura que llevaba dentro era insaciable. Además del hambre tenía una sed atroz. Estaba segura que sus síntomas con el embarazo de Iván no habían sido tan virulentos. Claro que tan sólo había sido una cría. Sus hormonas habían estado revolucionadas ya de por sí.
La casa estaba en completo silencio, pero a María le extrañó ver la luz del porche encendida a las cuatro de la madrugada. Se acercó un poco más a la puerta corredera y se dio cuenta de que estaba abierta. Un horrible presentimiento se apoderó de ella. Estuvo a punto de llamar a Dempsey cuando le vio asomarse por la pared, indicándola con el dedo que se mantuviese callada. Se ocultó en un recoveco de la pared debajo de la escalera esperando su señal. Dempsey apareció de nuevo, ambas manos sujetando un arma, y le indicó con la cabeza que se dirigiese hacia la puerta lateral del salón con acceso al jardín japonés. Como habían comentado en varias ocasiones, en caso de emergencia, el cobertizo del garaje sería su punto de encuentro.
María tuvo que obligar a sus temblorosas piernas a dar los primeros pasos. Se movía por instinto. Salió por la puerta de vidrio al jardín y empezó a correr. No miró hacia atrás. Fue directamente al cobertizo. Encontró cobijo en una esquina oscura entre la pared y el generador. Sabía que si intentaba salir de la propiedad nunca lograría hacerlo con vida. El sonido de dos disparos rompió el silencio de la noche. Pensó en Dempsey, vio el destello de un tercer disparo por la diminuta ventana incluso antes de oír el estruendo. María se hizo un ovillo contra la esquina, cerrando los ojos y rezándole a un dios que había olvidado durante años para que no encontrasen su paradero. Notó por primera vez el movimiento del bebé. Aunque era demasiado pronto y pudo haber sido su propio vientre atacado de los nervios. Aun así, ella se lo imaginó asustado, frenético. Colocó la palma de su mano sobre su vientre, intentando tranquilizarlo, consiguiendo que sus propios nervios se alterasen aun más.
No deberían haber salido al pueblo. Les habían seguido. ¡Les habían seguido! Era culpa suya por insistir, por no haber seguido las instrucciones de Carlos. Una vez más le había fallado.
Fuera del cobertizo se oían pasos, ahogados murmullos indistinguibles. Demasiado cerca. La estaban buscando. La puerta se abrió de golpe. María comenzó a temblar violentamente. Desde su posición detrás del generador, pudo ver varias sombras. Los pasos se oían cada vez mas cerca.
_ Mira dentro de los coches, _ dijo una voz masculina.
Otra voz respondió en un idioma desconocido. O puede que María no le hubiese oído bien.
Uno de los individuos se acercó a la ventana bajo la cual estaba acurrucada. El hombre se encontraba prácticamente encima de ella. En cualquier momento le pondría las manos encima y la arrastraría hasta la calle. Tuvo que ser una intervención divina la que hizo que el hombre diese media vuelta y saliese por donde había entrado. María se quedó congelada como una estatua. No se atrevió a moverse incluso cuando los pasos se alejaron, o cuando la casa quedó envuelta en un silencio absoluto. No se movió siquiera cuando los grillos resumieron su canto nocturno.
Cuando los primeros rayos de sol se asomaron por la ventana, la encontraron dormida contra la pared, exhausta por el miedo, incapaz de derramar más lágrimas.
La casa estaba en completo silencio, pero a María le extrañó ver la luz del porche encendida a las cuatro de la madrugada. Se acercó un poco más a la puerta corredera y se dio cuenta de que estaba abierta. Un horrible presentimiento se apoderó de ella. Estuvo a punto de llamar a Dempsey cuando le vio asomarse por la pared, indicándola con el dedo que se mantuviese callada. Se ocultó en un recoveco de la pared debajo de la escalera esperando su señal. Dempsey apareció de nuevo, ambas manos sujetando un arma, y le indicó con la cabeza que se dirigiese hacia la puerta lateral del salón con acceso al jardín japonés. Como habían comentado en varias ocasiones, en caso de emergencia, el cobertizo del garaje sería su punto de encuentro.
María tuvo que obligar a sus temblorosas piernas a dar los primeros pasos. Se movía por instinto. Salió por la puerta de vidrio al jardín y empezó a correr. No miró hacia atrás. Fue directamente al cobertizo. Encontró cobijo en una esquina oscura entre la pared y el generador. Sabía que si intentaba salir de la propiedad nunca lograría hacerlo con vida. El sonido de dos disparos rompió el silencio de la noche. Pensó en Dempsey, vio el destello de un tercer disparo por la diminuta ventana incluso antes de oír el estruendo. María se hizo un ovillo contra la esquina, cerrando los ojos y rezándole a un dios que había olvidado durante años para que no encontrasen su paradero. Notó por primera vez el movimiento del bebé. Aunque era demasiado pronto y pudo haber sido su propio vientre atacado de los nervios. Aun así, ella se lo imaginó asustado, frenético. Colocó la palma de su mano sobre su vientre, intentando tranquilizarlo, consiguiendo que sus propios nervios se alterasen aun más.
No deberían haber salido al pueblo. Les habían seguido. ¡Les habían seguido! Era culpa suya por insistir, por no haber seguido las instrucciones de Carlos. Una vez más le había fallado.
Fuera del cobertizo se oían pasos, ahogados murmullos indistinguibles. Demasiado cerca. La estaban buscando. La puerta se abrió de golpe. María comenzó a temblar violentamente. Desde su posición detrás del generador, pudo ver varias sombras. Los pasos se oían cada vez mas cerca.
_ Mira dentro de los coches, _ dijo una voz masculina.
Otra voz respondió en un idioma desconocido. O puede que María no le hubiese oído bien.
Uno de los individuos se acercó a la ventana bajo la cual estaba acurrucada. El hombre se encontraba prácticamente encima de ella. En cualquier momento le pondría las manos encima y la arrastraría hasta la calle. Tuvo que ser una intervención divina la que hizo que el hombre diese media vuelta y saliese por donde había entrado. María se quedó congelada como una estatua. No se atrevió a moverse incluso cuando los pasos se alejaron, o cuando la casa quedó envuelta en un silencio absoluto. No se movió siquiera cuando los grillos resumieron su canto nocturno.
Cuando los primeros rayos de sol se asomaron por la ventana, la encontraron dormida contra la pared, exhausta por el miedo, incapaz de derramar más lágrimas.
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