La cama parecía haber desaparecido del dormitorio. Sobre ella, se acumulaban decenas de carpetas, cajas, cartas agrietadas por el paso del tiempo que se esparcían sobre la colcha, dibujando una historia de amor de la que ella no sabía nada. Esperó paciente, sin darse la vuelta, hasta que el cerró la puerta y llegó a su lado.
- María…
Él le colocó las manos a ambos lados de los brazos, como si quisiera abrigarla de un frío inexistente, y ensayó una palabra que se le ahogó en la garganta.
- ¿Por qué no me has dicho nada? - No quiso que sonara como un reproche, por eso acompañó la frase de una caricia leve, casi al aire, sobre su cara, antes de continuar. – Me habría gustado estar contigo.
Él negó con la cabeza y cerró los ojos, devolviendo las lágrimas que pretendían salir hacia el lugar de donde venían.
- María… No puedes estar conmigo. Ahora menos que nunca. Van a venir a por mi, no sé si mañana o el mes que viene, pero van a venir a por mi…
No quiso seguir escuchándole. Esa noche no. Le dejó caer dos dedos sobre los labios, suplicándole silencio, y se estrechó contra él. Apoyó la cara contra su pecho y percibió su respiración, insoportablemente lenta, lastrada por lo que sufría. Suplicó en silencio que esa noche flaqueara junto a ella, que por una vez en su vida, le confiara un puñado de su dolor.
- Déjame quedarme contigo esta noche. Mañana me iré y no me acercaré a ti, pero por favor…
No se dio cuenta de que su voz se apagaba, y que su súplica era un murmullo apenas entendible, pero él debió saber lo que pedía. La abrazó, hundió sus dedos entre su pelo y sintió la necesidad terrible de llorar a su lado. Se contuvo e imprimió toda esa necesidad en el abrazo, apretándola fuerte contra su cuerpo. Fue quizá en ese momento cuando las fuerzas le abandonaron, y sintió que esa noche, él tampoco quería, ni podía, luchar contra sí mismo. La besó con la dulzura que sólo puede experimentar aquel que no ha conocido más amor que los labios que besa, con lentitud, como sabiendo que pasaría demasiado tiempo antes que pudiera poner aquel sabor otra vez en su boca.
Sin deshacerse del abrazo, cayeron sobre la cama y todo lo que la ocupaba. No vieron la caja que cayó sobre la alfombra, sin hacer ruido, ni el tintineo de dos alianzas que se derramaban sobre el suelo.
- María…
Él le colocó las manos a ambos lados de los brazos, como si quisiera abrigarla de un frío inexistente, y ensayó una palabra que se le ahogó en la garganta.
- ¿Por qué no me has dicho nada? - No quiso que sonara como un reproche, por eso acompañó la frase de una caricia leve, casi al aire, sobre su cara, antes de continuar. – Me habría gustado estar contigo.
Él negó con la cabeza y cerró los ojos, devolviendo las lágrimas que pretendían salir hacia el lugar de donde venían.
- María… No puedes estar conmigo. Ahora menos que nunca. Van a venir a por mi, no sé si mañana o el mes que viene, pero van a venir a por mi…
No quiso seguir escuchándole. Esa noche no. Le dejó caer dos dedos sobre los labios, suplicándole silencio, y se estrechó contra él. Apoyó la cara contra su pecho y percibió su respiración, insoportablemente lenta, lastrada por lo que sufría. Suplicó en silencio que esa noche flaqueara junto a ella, que por una vez en su vida, le confiara un puñado de su dolor.
- Déjame quedarme contigo esta noche. Mañana me iré y no me acercaré a ti, pero por favor…
No se dio cuenta de que su voz se apagaba, y que su súplica era un murmullo apenas entendible, pero él debió saber lo que pedía. La abrazó, hundió sus dedos entre su pelo y sintió la necesidad terrible de llorar a su lado. Se contuvo e imprimió toda esa necesidad en el abrazo, apretándola fuerte contra su cuerpo. Fue quizá en ese momento cuando las fuerzas le abandonaron, y sintió que esa noche, él tampoco quería, ni podía, luchar contra sí mismo. La besó con la dulzura que sólo puede experimentar aquel que no ha conocido más amor que los labios que besa, con lentitud, como sabiendo que pasaría demasiado tiempo antes que pudiera poner aquel sabor otra vez en su boca.
Sin deshacerse del abrazo, cayeron sobre la cama y todo lo que la ocupaba. No vieron la caja que cayó sobre la alfombra, sin hacer ruido, ni el tintineo de dos alianzas que se derramaban sobre el suelo.
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