Perdió la noción del tiempo bajo el agua tibia de la ducha. Apoyó la frente en los azulejos blancos y se quedó inmóvil, mientras su mente, a velocidad de vértigo, le iba clavando alfileres de errores en el centro del estómago. Volvió a ver los ojos tristes de María marchándose de su habitación, sintió su mano de nuevo escapándose de entre la suya, oyó su voz pidiéndole que se marchara con ella. Y esta vez lo entendió todo.
Se destrozó el puño al tratar de doblegar la pared, pero no dejó de golpearla, como si así su frustración fuera a marcharse con la ira. Quiso gritar, pero al abrir la boca, le detuvo la idea extraña de que el agua de la ducha se había convertido en agua de mar. Tardó varios segundos en entender que no era el agua lo que le salaba la boca, y que hacía más de veinte años que no lloraba.
Cinco minutos más tarde, Carlos se enfundó los vaqueros y la camiseta negra frente al espejo y se pasó una mano por la nuca, como si pudiese encontrarse aún aquel beso que ella le dejó una vez pero que le puso la piel de gallina mil veces.
Treinta minutos más tarde, un celador le conducía por un pasillo estrecho pero luminoso. Se cruzó con dos internos, un hombre y una mujer, ambos flanqueados por otros dos hombres que les doblaban el tamaño, ambos con la mirada perdida y turbia; y con un joven que empujaba un carrito de la limpieza y que aún no era nadie para él.
Entró a una sala pequeña y mal iluminada presidida por un cristal enorme, una mesa y una silla. A la derecha, un teléfono anclado a la pared. Al otro lado del vidrio, exactamente el mismo mobiliario. Se quedó de pie, apoyado contra la pared del fondo, torturado por la imagen de una María que surgía del espejo con la misma mirada muerta que había visto en el pasillo minutos antes. En medio del enésimo intento por respirar hondo, oyó el clic al otro lado.
Se irguió, empujado por un resorte invisible, para acto seguido asistir congelado al espectáculo de la sonrisa de María. Casi no percibió que dos hombres la guiaban hasta el asiento, ni la bata blanca que la cubría hasta las rodillas, ni el pelo ligeramente enmarañado. Conocía esa sonrisa mejor que ninguna otra cosa en el mundo. Era ésa que ella mostraba sin querer, que no podía evitar esbozar cuando le miraba, por muy enfadada que estuviera. Era la sonrisa de por las mañanas y de los reproches perdonables.
- María…
Al otro lado del espejo, ella no le oyó pronunciar su nombre, pero lo leyó en sus labios y se estremeció igual. Sabía cómo sonaba. Se dejó caer en la silla y cerró los ojos un momento, tratando de tragarse las lágrimas que amenazaban con asomar. Cuando los abrió, él ya se había sentado frente a ella y sujetaba el auricular con la mano derecha.
Extendió el brazo y se colocó el telefonillo junto al oído.
- María…
Y de repente, al oír por fin su voz, la recordó vívida, pidiéndole dos días más, recordándole otra vez que se merecía algo mejor. Y pensó que le odiaba casi tanto como le amaba. Frunció el ceño y se esforzó por parecer dura e imperturbable.
- ¿Qué estás haciendo aquí?
No era una pregunta, era un reproche. Un ¿Por qué no me escuchaste?.
- María… Yo…
- Tú no me escuchaste, Fermín. Nunca lo has hecho. Siempre has estado demasiado ocupado con tus asuntos.
Él nunca había percibido tanta rabia y tanta tristeza en su voz. Ni siquiera aquel día que le recibió a besos y bofetadas después de pasar las navidades bajo tierra.
- María, te prometo que voy…
- ¿Qué vas a hacer qué, Fermín? ¿Vas a entrar aquí con una de tus pistolas y me vas a secuestrar? O no, espera… ¿Vendrá Rebeca vestida de enfermera? Ahora que sois tan amigos, seguro que lo hace por ti.
Soportó el envite sin esquivar ni por un momento su mirada. En ella vio que no importaba lo que dijera ni lo dolida que estuviera. Había una ira enfermiza en sus ojos, el dolor del que se siente traicionado por lo que más ama.
Por quien más ama.
Y eso era suficiente.
- Perdóname.
Una simple palabra, ésa, bastó para silenciar la ironía y el sarcasmo.
- Te quiero. Y te voy a sacar de aquí. Te lo prometo.
- A estas alturas, tus promesas…
- Esta sí, María. – Le dirigió una sonrisa torcida y extendió el brazo, como si pudiera alcanzarla a través del cristal. – Esta vez sí.
Ella no respondió con palabras, pero le rozó los dedos desde el otro lado, tratando de detectar algún resto de la suavidad cálida de sus yemas en el frío del cristal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario