Daniel vio venir el autobús gris que le recogía cada día en la puerta de San Antonio y le dejaba en el centro de la ciudad. Se ajustó las gafas y se colocó los auriculares del mp3 antes de subir. Mientras duró el trayecto, no reparó en nadie. Porque como cada día, los quince minutos de su viaje eran única y exclusivamente para ella. Para Elena.
Daniel no tenía demasiado claro si eso era estar enamorado, pero suponía que sí, porque por las noches, su madre decía que sonreía en sueños. Y él siempre soñaba con Elena.
Llevaba veintitrés años de su vida visitando fisioterapeutas. Pero nunca con la ilusión que lo hacía ahora.
El autobús era el lugar perfecto pensar en ella, para abstraerse de todo lo demás. Sólo que como cada día, y como en cada cuento, cuando empezaba a imaginar una situación soñada pero creíble, se acababa el billete y era hora de apearse.
En el centro de la ciudad, el asfalto desprendía un calor casi insoportable a pesar de que eran ya cerca de las siete de la tarde. Apagó el mp3 y se sentó en la parada a esperar el urbano que le llevaría hasta su casa. Trató de retomar el hilo de sus pensamientos, los que se interrumpían bruscamente cada día con un pitido, pero algo le impidió centrarse en Elena.
Desde que había bajado del autobús, dos hombres le observaban de reojo. Uno era muy joven y tenía el pelo negro, y aunque su cara le resultó familiar, no pudo averiguar por qué. El segundo era más alto y llevaba una mochila a cuestas, como si fuera de excursión.
Subieron juntos al autobús, y diez minutos más tarde, bajaron en la misma parada.
Daniel notó que le seguían los pasos y trató de ir más rápido. A cinco metros del portal de su casa, el más alto le sobrepasó por la derecha y se dio la vuelta, para colocarse frente a él.
- ¿Daniel?
Asustado, trató de seguir andando, pero el más joven ya caminaba a su lado.
- Daniel, escúchame, tienes que ayudarme. No voy a hacerte daño…
Se detuvo en seco y les miró alternativamente, sin entender en qué podría ayudar él a dos desconocidos.
- No te voy a ayudar a nada, me quiero ir a casa.
El hombre asintió y le hizo un gesto con la palma abierta, pidiéndole en silencio que esperara un instante. Se llevó una mano a la parte de atrás de los pantalones y sacó una fotografía.
- ¿La conoces?
En ella, María, con su uniforme verde, mirando a ninguna parte, le habló desde el papel. La chica de los ojos tristes. Claro que la conocía.
- Sí.
- Bien… Tienen encerrada a María en el psiquiátrico donde tú trabajas, y nosotros tenemos que sacarla de ahí, pero te necesitamos.
- Está enferma. Tiene que estar allí para curarse.
Por primera vez, Iván intervino en la conversación. No sabía bien cómo comportarse frente a aquel chico, y trató de suavizar su tono tanto como pudo.
- No… No está enferma. Escucha… Yo me equivoqué, ¿me entiendes? Yo les dije que estaba enferma, pero no lo está, y ahora no sé cómo arreglarlo…
Daniel no entendía cómo alguien podía equivocarse en ésas cosas, pero tenía claro que en San Antonio le trataban bien, tenía un trabajo y no pensaba portarse mal con ellos.
- Me voy a casa, no voy a hacer nada malo para ayudaros…
Carlos le vio tan decidido que se apartó de su camino y le dejó pasar. Quizá había sido una estupidez intentarlo. Pero no pudo evitar que su mente, en un impulso inconsciente, sacara de nuevo la foto del bolsillo y se volviera hacia Daniel, justo cuando éste alcanzaba el portal de su casa.
- Dani, ¿te has enamorado alguna vez?
Daniel no tenía demasiado claro si eso era estar enamorado, pero suponía que sí, porque por las noches, su madre decía que sonreía en sueños. Y él siempre soñaba con Elena.
Llevaba veintitrés años de su vida visitando fisioterapeutas. Pero nunca con la ilusión que lo hacía ahora.
El autobús era el lugar perfecto pensar en ella, para abstraerse de todo lo demás. Sólo que como cada día, y como en cada cuento, cuando empezaba a imaginar una situación soñada pero creíble, se acababa el billete y era hora de apearse.
En el centro de la ciudad, el asfalto desprendía un calor casi insoportable a pesar de que eran ya cerca de las siete de la tarde. Apagó el mp3 y se sentó en la parada a esperar el urbano que le llevaría hasta su casa. Trató de retomar el hilo de sus pensamientos, los que se interrumpían bruscamente cada día con un pitido, pero algo le impidió centrarse en Elena.
Desde que había bajado del autobús, dos hombres le observaban de reojo. Uno era muy joven y tenía el pelo negro, y aunque su cara le resultó familiar, no pudo averiguar por qué. El segundo era más alto y llevaba una mochila a cuestas, como si fuera de excursión.
Subieron juntos al autobús, y diez minutos más tarde, bajaron en la misma parada.
Daniel notó que le seguían los pasos y trató de ir más rápido. A cinco metros del portal de su casa, el más alto le sobrepasó por la derecha y se dio la vuelta, para colocarse frente a él.
- ¿Daniel?
Asustado, trató de seguir andando, pero el más joven ya caminaba a su lado.
- Daniel, escúchame, tienes que ayudarme. No voy a hacerte daño…
Se detuvo en seco y les miró alternativamente, sin entender en qué podría ayudar él a dos desconocidos.
- No te voy a ayudar a nada, me quiero ir a casa.
El hombre asintió y le hizo un gesto con la palma abierta, pidiéndole en silencio que esperara un instante. Se llevó una mano a la parte de atrás de los pantalones y sacó una fotografía.
- ¿La conoces?
En ella, María, con su uniforme verde, mirando a ninguna parte, le habló desde el papel. La chica de los ojos tristes. Claro que la conocía.
- Sí.
- Bien… Tienen encerrada a María en el psiquiátrico donde tú trabajas, y nosotros tenemos que sacarla de ahí, pero te necesitamos.
- Está enferma. Tiene que estar allí para curarse.
Por primera vez, Iván intervino en la conversación. No sabía bien cómo comportarse frente a aquel chico, y trató de suavizar su tono tanto como pudo.
- No… No está enferma. Escucha… Yo me equivoqué, ¿me entiendes? Yo les dije que estaba enferma, pero no lo está, y ahora no sé cómo arreglarlo…
Daniel no entendía cómo alguien podía equivocarse en ésas cosas, pero tenía claro que en San Antonio le trataban bien, tenía un trabajo y no pensaba portarse mal con ellos.
- Me voy a casa, no voy a hacer nada malo para ayudaros…
Carlos le vio tan decidido que se apartó de su camino y le dejó pasar. Quizá había sido una estupidez intentarlo. Pero no pudo evitar que su mente, en un impulso inconsciente, sacara de nuevo la foto del bolsillo y se volviera hacia Daniel, justo cuando éste alcanzaba el portal de su casa.
- Dani, ¿te has enamorado alguna vez?
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