Rebeca tuvo que apoyarse contra la pared del pasillo. Sus piernas eran pura gelatina. Había salido abruptamente de la habitación de Carlos con una estúpida excusa, intentado con poco éxito no delatar el ataque de pánico que la había sobrecogido. Era extraño perder el control de semejante forma. Extraño porque muchas de las atrocidades que aparecían en sus visiones habían sido cometidas por gente sin escrúpulos. Monstruos sin remordimientos a los que una vida perdida no merecía mayor consideración que lo que habían desayunado aquella mañana. Era repugnante lo que sentía cada vez que entablaba contacto con uno de ellos. El placer, la satisfacción, la emoción del acecho, la forma de jugar con sus victimas cual felino con su presa. Rebeca era capaz de captar todos esos sentimientos, sentirlos, vivirlos.
Repugnante.
Con Carlos era diferente. Esos breves momentos de contacto habían sido abrumadores. No había estado preparada para semejante sobrecarga emocional. No cuando se trataba de ÉL.
Rebeca había venido al internado buscando a Carlos Almansa. El mito. La leyenda. El único hombre que podría ayudarla a conseguir que esos criminales pagasen por lo que le habían hecho a su familia, las atrocidades cometidas contra la humanidad.
Vagos rumores abundaban por ciertos círculos. Algunos en la organización le habían acusado de traidor, pero Rebeca siempre había achantado esos comentarios a envidias y malas lenguas. Y ahora. . . Quizás se había precipitado al subirle a ese pedestal intocable. A lo mejor era ese pedestal precisamente el que estaba nublando su habilidad. Sus sentimientos la estaban traicionando al igual que con Martín.
No. Lo de Carlos fue diferente. Muy diferente.
La puerta se abrió segundos mas tarde, y Carlos emergió de la habitación con el ceño fruncido.
_ ¿Estás bien?
Sus ojos estudiaron a Rebeca durante largos segundos, y cuando su mano se acercó a esa mano temblorosa que aun se apoyaba en la pared, ella dio un brusco paso hacia atrás. El rostro de Carlos ensombreció.
_ Orsay.
Su voz era profunda, vacía.
Ella asintió. No pudo articular palabra. Le miraba en silencio, aterrada.
* * * *
Rebeca había pasado la tarde intentando olvidar la visión de Orsay, pero todavía quedaba mucho por investigar y necesitaba su ayuda. Cuando llegó a la habitación de Carlos esa noche, su mente estaba únicamente enfocada en completar la misión que les habían asignado.
_ Has venido, _ dijo Carlos sin levantar los ojos de la pantalla del ordenador cuando ella entró por la puerta.
_ Todavía nos queda mucho trabajo por hacer.
Carlos desvió su mirada hacia ella, la estudió durante varios segundos sin decir nada.
_ ¿Por qué no lo sueltas ya? _ gruñó entre dientes. _ ¿Lo viste todo, no?
_ Vi lo suficiente.
Levantándose de la silla, Carlos se acercó lentamente hacia ella, cual depredador a la caza de su presa. Sus movimientos eran metódicos, casi felinos, al igual que su mirada. El corazón de Rebeca comenzó a latir con más fuerza. Como siguiendo la coreografía de una macabra obra de teatro, sus pies marcaron el mismo número de pasos hacia atrás que él había dado hacia delante.
_ No.
Rebeca oyó esa breve suplica, sorprendida ante la fragilidad que denotaba su propia voz. Toda esa fuerza interior que había ido recopilando a través de los años se esfumó en un segundo como los espejismos del desierto israelí. Era otra vez esa niña que se había arrojado a los brazos de su padre tras haber visto unas escalofriantes imágenes de la mano de un psicópata en Tel Aviv.
_ No me toques.
De nuevo un tenue murmullo. Una lucha perdida contra el temblor de piernas cada vez mas obvio.
Y por mucho que no quisiese parecer débil. Por mucho que odiase ese tono tan suplicante que había dejado escapar, tenía la esperanza de que Carlos se diese cuenta de su flaqueza. Que no la empujase a hacer lo que tanto le aterraba. Y cuando su espalda se topó con la puerta del armario y él se encontraba a menos de medio metro de ella, no pudo sofocar un pequeño gemido de autentico pánico. Carlos paró en seco, su mirada severa, salvaje.
_ Eres una hipócrita, Rebeca, _ dijo al final con una leve carcajada agria.
Sorprendida, Rebeca abrió la boca para decir algo, pero le falló la voz. Palabras inarticuladas se ahogaron en su garganta.
_ Supongo que el asesino de Don Joaquín merece que le des una segunda oportunidad, ¿no? _ dijo Carlos secamente. _ Al fin y al cabo no has hecho más que proteger y justificar a Martín desde que has llegado.
El temblor de las piernas se había extendido al resto de sus extremidades.
_ Eso fue defensa propia… Tú…
Una sombra de ira atravesó el rostro de Carlos, le hizo apretar la mandíbula. Y antes de que Rebeca pudiese decir nada mas, sintió como los dedos de él se aferraban a la piel de su muñeca.
El grito de terror murió en las profundidades de su garganta. Rebeca comenzó la caída libre a ese abismo una vez más, pero esta vez Carlos había dado rienda suelta a la bestia que habitaba en su interior.
Repugnante.
Con Carlos era diferente. Esos breves momentos de contacto habían sido abrumadores. No había estado preparada para semejante sobrecarga emocional. No cuando se trataba de ÉL.
Rebeca había venido al internado buscando a Carlos Almansa. El mito. La leyenda. El único hombre que podría ayudarla a conseguir que esos criminales pagasen por lo que le habían hecho a su familia, las atrocidades cometidas contra la humanidad.
Vagos rumores abundaban por ciertos círculos. Algunos en la organización le habían acusado de traidor, pero Rebeca siempre había achantado esos comentarios a envidias y malas lenguas. Y ahora. . . Quizás se había precipitado al subirle a ese pedestal intocable. A lo mejor era ese pedestal precisamente el que estaba nublando su habilidad. Sus sentimientos la estaban traicionando al igual que con Martín.
No. Lo de Carlos fue diferente. Muy diferente.
La puerta se abrió segundos mas tarde, y Carlos emergió de la habitación con el ceño fruncido.
_ ¿Estás bien?
Sus ojos estudiaron a Rebeca durante largos segundos, y cuando su mano se acercó a esa mano temblorosa que aun se apoyaba en la pared, ella dio un brusco paso hacia atrás. El rostro de Carlos ensombreció.
_ Orsay.
Su voz era profunda, vacía.
Ella asintió. No pudo articular palabra. Le miraba en silencio, aterrada.
* * * *
Rebeca había pasado la tarde intentando olvidar la visión de Orsay, pero todavía quedaba mucho por investigar y necesitaba su ayuda. Cuando llegó a la habitación de Carlos esa noche, su mente estaba únicamente enfocada en completar la misión que les habían asignado.
_ Has venido, _ dijo Carlos sin levantar los ojos de la pantalla del ordenador cuando ella entró por la puerta.
_ Todavía nos queda mucho trabajo por hacer.
Carlos desvió su mirada hacia ella, la estudió durante varios segundos sin decir nada.
_ ¿Por qué no lo sueltas ya? _ gruñó entre dientes. _ ¿Lo viste todo, no?
_ Vi lo suficiente.
Levantándose de la silla, Carlos se acercó lentamente hacia ella, cual depredador a la caza de su presa. Sus movimientos eran metódicos, casi felinos, al igual que su mirada. El corazón de Rebeca comenzó a latir con más fuerza. Como siguiendo la coreografía de una macabra obra de teatro, sus pies marcaron el mismo número de pasos hacia atrás que él había dado hacia delante.
_ No.
Rebeca oyó esa breve suplica, sorprendida ante la fragilidad que denotaba su propia voz. Toda esa fuerza interior que había ido recopilando a través de los años se esfumó en un segundo como los espejismos del desierto israelí. Era otra vez esa niña que se había arrojado a los brazos de su padre tras haber visto unas escalofriantes imágenes de la mano de un psicópata en Tel Aviv.
_ No me toques.
De nuevo un tenue murmullo. Una lucha perdida contra el temblor de piernas cada vez mas obvio.
Y por mucho que no quisiese parecer débil. Por mucho que odiase ese tono tan suplicante que había dejado escapar, tenía la esperanza de que Carlos se diese cuenta de su flaqueza. Que no la empujase a hacer lo que tanto le aterraba. Y cuando su espalda se topó con la puerta del armario y él se encontraba a menos de medio metro de ella, no pudo sofocar un pequeño gemido de autentico pánico. Carlos paró en seco, su mirada severa, salvaje.
_ Eres una hipócrita, Rebeca, _ dijo al final con una leve carcajada agria.
Sorprendida, Rebeca abrió la boca para decir algo, pero le falló la voz. Palabras inarticuladas se ahogaron en su garganta.
_ Supongo que el asesino de Don Joaquín merece que le des una segunda oportunidad, ¿no? _ dijo Carlos secamente. _ Al fin y al cabo no has hecho más que proteger y justificar a Martín desde que has llegado.
El temblor de las piernas se había extendido al resto de sus extremidades.
_ Eso fue defensa propia… Tú…
Una sombra de ira atravesó el rostro de Carlos, le hizo apretar la mandíbula. Y antes de que Rebeca pudiese decir nada mas, sintió como los dedos de él se aferraban a la piel de su muñeca.
El grito de terror murió en las profundidades de su garganta. Rebeca comenzó la caída libre a ese abismo una vez más, pero esta vez Carlos había dado rienda suelta a la bestia que habitaba en su interior.
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