Hugo tardó sólo un par de minutos en sumirse en el sopor que le provocó el tetrazepam, el relajante muscular que Carlos había encontrado en los laboratorios. Apenas se estremeció cuando una aguja fina se introdujo en su vena carótida a través del cuello, extrayendo diez centilitros de sangre. Tenía las manos atadas a la espalda, pero lo que más le inmovilizaba era la confusión que el medicamento le había provocado, haciendo que no fuera capaz de pensar con claridad, lo que reducía considerablemente sus opciones. Le pareció escuchar una voz que venía de muy lejos, pero no se sintió capaz de tratar de descifrar lo que oía.
- No te lo vas a creer, Saúl.
- (…)
- Sí, pero necesitaré ciertas garantías…
- (…)
- Bueno, digamos que quizá la organización pueda darme algo a cambio.
- (…)
- Envíame a alguien.
Sobre la cama, frente a él, Julia sujetaba la mano de un Iván inerte, con la frente salpicada de un sudor helado y la palidez casi transparente de los que ya se han ido. Tenía los ojos abiertos, fijos en ella, y de vez en cuando, sonreía en espasmos, tratando de calmarse. Una silueta negra se abrió paso por el rabillo de su ojo, y al desviar levemente la mirada, Iván se encontró el rostro del cocinero.
- Iván, ¿me oyes?
La respuesta fue un sí mudo, incapaz de pronunciarse, hablado sólo con los ojos.
- Te voy a inyectar esto en el cuello. Es más aparatoso que en el brazo pero también más rápido. Te va a doler. ¿Estás listo?
- Fermín, ¿cómo sabes que …?
A Julia le temblaba la voz, y habría jurado que cada espasmo de Iván era también suyo, como si al agitarse los músculos de él, la descarga eléctrica pasara también por el cuerpo de ella.
- No lo sé, Julia. Pero no tenemos más opciones…
No era la mejor respuesta, sino la más sincera, pero eso no evitó que ella se echara a llorar como una niña indefensa, la antítesis de la que sólo unos minutos antes, se había ofrecido como gancho para meterse en la boca del lobo y sacar al depredador de allí.
- Confía en mí.
Le tendió una mano firme, un asidero al que agarrarse, y Julia la estrechó con fuerza. Una tercera mano, temblorosa, se sumó al pacto en silencio, sellando lo que no estaba escrito pero los tres sabían. A Carlos no le había temblado el pulso demasiadas veces en su vida. Tener la mano de Iván agarrada a la suya provocó que le volviera a pasar. Con la diferencia de que esta vez, no se detestó a sí mismo por flaquear.
Se soltó, ligeramente turbado, y respiró hondo antes de dirigir la aguja a su destino. Presionó el extremo de la jeringa despacio y trató de contener la náusea que le provocó el pensamiento fugaz de que la sangre que tenía que salvar a Iván era la del último eslabón del éxito nazi.
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