
- ¿Dónde estabas?
Él se limitó a negar con la cabeza.
- Tienes que ser muy fuerte María, ¿me oyes?
No obtuvo respuesta.
- Voy a bajar a empezar a preparar el desayuno. – Pausa. Eterna. – Si vienen a por mi… - Pausa. Eterna. – María, si vienen a por mi, tú no tienes nada que ver conmigo, ¿de acuerdo?
Las instrucciones estaban claras. Se trataba de Iván. Y cuando se trataba de él, no había nada que discutir. Le vio acercarse a ella, pero no la abrazó ni la besó. Solamente la cogió de la mano y se la llevó a los labios, sellando con ellos la alianza que aún no se había acostumbrado a ver en sus dedos.
Conforme avanzaron las horas y el trabajo se acumulaba en la cocina, fue aliviándose el mal presentimiento. Todo parecía estar en su lugar. Era casi mediodía cuando Jacinta entró en la cocina, arrastrando los pies con prisa y apoyándose en una silla para recuperar el resuello.
- Es Fermín…. Ha venido la Guardia Civil. Se lo llevan, María.
Todo aquello que se suponía que debía hacer se coló por algún agujero negro de su memoria. Soltó los platos que tenía en la mano y corrió hasta el recibidor, sin detenerse hasta alcanzar los pies de la escalera. Tuvo que dar un paso atrás para apoyarse en la pared. Sintió que iba a vomitar, y tuvo que llevarse una mano al vientre, donde algo, no podía creer que fuese su hijo, no paraba de saltar. Carlos bajaba por las escaleras seguido de dos hombres vestidos de uniforme. La gente empezaba a arremolinarse al final de la escalinata, y vio a Iván emerger de entre la multitud, buscándola. Su hijo le cogió la cara con las manos y le habló en voz muy baja.
- Mamá, tenemos que irnos, no deben verte aquí…
La agarró de la mano y trató de llevársela con él, pero ella se soltó con un movimiento rápido y dio dos pasos al frente. La voz de Héctor la devolvió a la realidad. Salió del despacho, empujando él mismo su silla de ruedas, y tras él, Elsa.
- A ver, todo el mundo fuera de aquí. ¡Vamos!
La multitud se dispersó con rapidez bajo la voz autoritaria del director que nunca había dejado de serlo.
Cuando los tres hombres llegaron al final de la escalera, Héctor se echó hacia adelante.
- Este hombre no ha hecho nada, no pueden llevárselo.
Los dos guardias se miraron y el más mayor se dirigió a él, mientras Carlos le lanzaba una mirada furtiva a María repleta de calma. Ella la entendió al instante.
No tengas miedo, no va a pasar nada.
- Señor De La Vega, este hombre está trabajando en este centro bajo una identidad falsa, y podría ser responsable de dos asesinatos…
- Este hombre no es responsable de nada, y están cometiendo un error.
María se dio cuenta demasiado tarde de que estaba a punto de echarse a llorar y se frenó a sí misma. Se lo había prometido. Iván la sujetaba por los hombros, impotente, deteniendo lo inevitable, repitiendo la misma estampa que un año antes dibujó, cuando era Fermín el que la agarraba por los hombros, evitando que saltara encima de Noiret después de que hubiera abofeteado a su hijo.
De repente, otra mano desconocida se posó sobre su hombro, tratando de calmarla. Cuando se volvió, se encontró el rostro afable de Amelia, con la que nunca había cruzado más de dos palabras seguidas.
- Déjale irse, María. Está haciendo lo que debe.
Le hablaba a ella, pero los ojos de la maestra estaban fijos en Carlos, que permanecía muy quieto junto a los dos hombres que le custodiaban.
Antes de salir por la puerta, él quiso mirarla por última vez. Se encontró primero con la cara de Amelia, en cuyos labios leyó un “suerte” desprovisto de sonido. Luego la miró a ella.
La artífice de su suerte.
La persona que le enseñó todo lo que sabía sobre sí mismo.
El cuerpo donde se había refugiado en cada pesadilla.
La mujer que le había descubierto por qué había merecido la pena vivir la vida que él había vivido.
Y le provocó una tristeza infinita dejarla atrás.
Pero entonces, Carlos Almansa entendió que todo tenía que pasar así, y que para alguien como él, haber tenido a María entre los brazos todo ese tiempo tenía que conllevar un precio. Un precio que pagaría gustoso, sólo para volver a encontrarla, a ella y a su hijo, cuando ya no supusiera un peligro para ellos.
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