Se alisó con cuidado la falda del vestido que había sustituido a otro vestido que había sustituido a los vaqueros. En ese momento, se sentía una Dorothy, recién devuelta del reino de Oz, desconcertada por volver a un pasado que nunca había abandonado. El vestido que hoy llevaba había yacido mil noches en el suelo del dormitorio de Fermín. El día que él se marchó, cuando recogió su ropa, lo dobló con cuidado y lo metió en el fondo de su maleta. Así había permanecido hasta ese día, cuando lo buscó y se lo puso por impulso y por necesidad.
Se revisó el pelo por enésima vez y se sentó en el enorme sofá blanco que inundaba la sala de estar. Carlos seguía dando vueltas en su habitación, recolocando la ropa y preparando una pila de redacciones, libretas, sumas y restas que tenía que enseñarle a su padre.
Se frotó una mano con la otra, se arañó sin querer, y decidió concentrar su atención en algo más agradable. Se recostó ligeramente en el sofá, sin saber si faltaban cinco minutos o veinte horas para que él llegara. Sus ojos se desviaron por su cuenta al anillo que portaba en el dedo y esbozó, sin darse cuenta, una sonrisa que la transportó muy lejos, de vuelta al internado dónde había vivido lo mejor y lo peor de su vida.
Aquella noche, le dieron de nuevo las tantas de la madrugada sentada en la mesa de la cocina, con una taza humeante entre las manos y los ojos anegados de unas lágrimas que se negaban a salir. No alcanzaba a oír más que el suave ronroneo de las neveras y los sonidos de su propia cabeza. Llevaba más de un mes sin hablar prácticamente con él, esquivando sus miradas por el pasillo, tratando de no ver el dolor que le salía por los ojos cuando le miraba, haciéndole saber que sufría tanto como ella. Las palabras que él le lanzaba eran como arpones, directos al centro del dolor, incapaz de alejarla de él por otra vía. Pero ella sabía que había algo que le dolía tanto que no se sentía capaz de afrontarlo, ni con ella, ni solo, y por eso actuaba como lo hacía. Pero esas palabras dolían más en la madrugada, cuando se quedaba sola, echándole de menos una hora tras otra.
Unos pasos firmes rompieron el silencio sepulcral que reinaba en sus noches, en los que reconoció antes de verla, a la gobernanta del internado.
- ¿Qué haces aquí a estas horas? ¿Tú también estás desvelada?
La mirada grave de Jacinta, y su silencio, le hicieron temer, primero, por su hijo.
- ¿Es Iván? ¿le ha…?
- No, no… ¿No has echado de menos a Fermín hoy?
- ¿De menos? No es tan raro que se pase un día ocupándose por ahí de sus asuntos propios…
Le dolió la ironía de su propia voz. Ni siquiera pensaba lo que decía, sabía perfectamente que cada movimiento que él hacía estaba motivado por algo que era más fuerte que él.
- María, su madre murió anoche. Llamaron de la residencia. Acaba de volver…
No tuvo que terminar la frase. Se levantó como un resorte y salió disparada por el pasillo. No se detuvo hasta llegar a la puerta de su dormitorio. El impulso le pedía entrar sin llamar, pero le conocía lo bastante bien como para saber que si invadía mínimamente su intimidad, podía revolverse como un animal. Tocó suavemente y esperó. No obtuvo respuesta. Agarró la manivela de la puerta justo al mismo tiempo que él tiraba de ella desde dentro. Ella se encontró con su rostro sin previo aviso, y sintió que las piernas le flaqueaban. No lloraba, pero tenía los ojos rotos. Pensó que iba a decirle algo, y un segundo después, que le iba a cerrar la puerta en las narices. Pero no hizo ni una cosa ni la otra. Sólo le tendió la mano y ella se dejó llevar.
Se revisó el pelo por enésima vez y se sentó en el enorme sofá blanco que inundaba la sala de estar. Carlos seguía dando vueltas en su habitación, recolocando la ropa y preparando una pila de redacciones, libretas, sumas y restas que tenía que enseñarle a su padre.
Se frotó una mano con la otra, se arañó sin querer, y decidió concentrar su atención en algo más agradable. Se recostó ligeramente en el sofá, sin saber si faltaban cinco minutos o veinte horas para que él llegara. Sus ojos se desviaron por su cuenta al anillo que portaba en el dedo y esbozó, sin darse cuenta, una sonrisa que la transportó muy lejos, de vuelta al internado dónde había vivido lo mejor y lo peor de su vida.
Aquella noche, le dieron de nuevo las tantas de la madrugada sentada en la mesa de la cocina, con una taza humeante entre las manos y los ojos anegados de unas lágrimas que se negaban a salir. No alcanzaba a oír más que el suave ronroneo de las neveras y los sonidos de su propia cabeza. Llevaba más de un mes sin hablar prácticamente con él, esquivando sus miradas por el pasillo, tratando de no ver el dolor que le salía por los ojos cuando le miraba, haciéndole saber que sufría tanto como ella. Las palabras que él le lanzaba eran como arpones, directos al centro del dolor, incapaz de alejarla de él por otra vía. Pero ella sabía que había algo que le dolía tanto que no se sentía capaz de afrontarlo, ni con ella, ni solo, y por eso actuaba como lo hacía. Pero esas palabras dolían más en la madrugada, cuando se quedaba sola, echándole de menos una hora tras otra.
Unos pasos firmes rompieron el silencio sepulcral que reinaba en sus noches, en los que reconoció antes de verla, a la gobernanta del internado.
- ¿Qué haces aquí a estas horas? ¿Tú también estás desvelada?
La mirada grave de Jacinta, y su silencio, le hicieron temer, primero, por su hijo.
- ¿Es Iván? ¿le ha…?
- No, no… ¿No has echado de menos a Fermín hoy?
- ¿De menos? No es tan raro que se pase un día ocupándose por ahí de sus asuntos propios…
Le dolió la ironía de su propia voz. Ni siquiera pensaba lo que decía, sabía perfectamente que cada movimiento que él hacía estaba motivado por algo que era más fuerte que él.
- María, su madre murió anoche. Llamaron de la residencia. Acaba de volver…
No tuvo que terminar la frase. Se levantó como un resorte y salió disparada por el pasillo. No se detuvo hasta llegar a la puerta de su dormitorio. El impulso le pedía entrar sin llamar, pero le conocía lo bastante bien como para saber que si invadía mínimamente su intimidad, podía revolverse como un animal. Tocó suavemente y esperó. No obtuvo respuesta. Agarró la manivela de la puerta justo al mismo tiempo que él tiraba de ella desde dentro. Ella se encontró con su rostro sin previo aviso, y sintió que las piernas le flaqueaban. No lloraba, pero tenía los ojos rotos. Pensó que iba a decirle algo, y un segundo después, que le iba a cerrar la puerta en las narices. Pero no hizo ni una cosa ni la otra. Sólo le tendió la mano y ella se dejó llevar.
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