Fermín no había dicho palabra desde que entraron en la habitación. Apenas había abierto la boca durante la cena. Tanto Gloria como María habían intentado entablar una conversación con él, pero Fermín estaba dentro de su caparazón, y lo único que le sacaría de ahí sería el tiempo. No podían culparle tampoco. Lo que le había contado Gloria era bastante difícil de digerir.
María se puso una camiseta que encontró en el cajón de la cómoda. Seguramente sería de Aurora, y eso le hizo sentirse un poco incómoda, pero por lo menos estaba limpia. Era extraño. Fermín sabía donde se encontraba Aurora. ¿Por qué no le decía nada a Gloria? Era su madre, al fin y al cabo. Tenía derecho a saberlo. Su mente viajó de vuelta al internado, de vuelta a Iván.
Mirándose al espejo, hizo una mueca al ver las prominentes ojeras que enmarcaban sus ojos. Si por lo menos pudiese dormir cuatro horas seguidas esa noche, puede que su cara tuviese mejor pinta a la mañana siguiente.
Fermín salió del baño en toalla, su pelo revuelto y mojado. Los cortes que adornaban su cuerpo todavía conseguían estremecerla. María había visto agua oxigenada y algodón mientras buscaba pasta de dientes en el gabinete de encima del lavabo. Sin dudarlo un momento, entró en el baño, sacó lo que iba a necesitar y se plantó frente a Fermín, quien dio un pequeño paso hacia atrás, acorralado entre el lavabo y la bañera. Estaba mirando a María cual presa a su cazador.
Sin decir palabra, María empapó el algodón en agua oxigenada y comenzó a curarle los peores cortes con suavidad. Fermín tampoco puso mucha resistencia. Su pecho se hinchaba y deshinchaba rítmicamente. El algodón seguía la ruta trazada por el paisaje de cortes. El trabajo de María era pausado, meticuloso. Lo último que quería era hacerle daño.
Aun así, la herida mas profunda, no era de las que se veían por fuera.
_ ¿Estás bien? _ preguntó, preocupada.
_ Hombre, podría estar mejor, _ admitió él con esa media sonrisa que reservaba cuando no quería preocuparla con la verdad.
Los dedos de María remplazaron al algodón, al principio tímidos pero cada vez tocando con mayor intimidad, su propósito acariciar mas que curar. María sentía el aliento de Fermín en su pelo, cada vez mas acelerado. Con infinita ternura, los labios de María reposaron sobre uno de sus pectorales, sembraron un beso húmedo sobre su clavícula.
_ María, _ susurró Fermín, cogiendo sus muñecas y apartándola de él.
La estaba mirando con esa intensidad tan ajena a Fermín, y tan característica de Carlos. La misma intensidad que vio en sus ojos el día que la dijo que se iba del internado. Fermín tragó un par de veces con dificultad.
_ No sigas.
Los ojos de María se llenaron de lágrimas, de rabia, de impotencia.
_ Sigues queriendo que me aleje de ti. ¿Por qué?
Fermín se humedeció los labios. María conocía ese gesto. Lo hacía siempre que se ponía nervioso.
_ No lo hagas más difícil, por favor.
_ ¿Más difícil? ¿Crees que me resulta fácil estar constantemente a tu lado sabiendo que no puedo acercarme a ti?
_ ¡Joder, María! _ Estaba claro que se sentía acorralado. Que necesitaba su espacio. Una larga pausa se interpuso entre ellos. _ ¿Sabes lo que veo cada vez que cierro los ojos? Veo a Noiret encima de ti. Te veo a ti totalmente indefensa, a su disposición.
María le miraba fijamente a los ojos, asombrada ante el ardor que emanaba de ellos.
_ ¿Sabes lo que sentí al apretar el gatillo? _ continuó él.
Ella estaba paralizada, negando con la cabeza sin poder vocalizar una respuesta coherente.
_ Sentí alivio. Sentí alegría, _ dijo él entre dientes. _ ¡Le vi caer al suelo y quise matarle otra vez!
Fermín cerró los ojos, tragó varias veces en seco.
_ No soy la persona de la que crees haberte enamorado, María, _ dijo abriendo los ojos de nuevo y clavando su mirada en el oscuro abismo de los de ella. _ He sido un egoísta de mierda. Nunca debí haberme acercado a ti. Deberías odiarme. Todo esto ha pasado por mi culpa.
Durante todo el viaje María había estado convencida de que Fermín la culpaba a ella de todo. Nunca se le cruzó por la cabeza que pudiera ser al revés. Que fuese él quien se sintiese culpable.
_ Yo jamás podré odiarte, Fermín, _ dijo ella desafiante. _ Y por mucho que intentes convencerme de lo cabrón que eres, no lo vas a conseguir.
Durante unos interminables segundos se sostuvieron la mirada. El silencio que cayó sobre ellos fue dispersado por la súbita vibración del móvil.
_ Tengo que cogerlo, _ dijo Fermín en voz baja.
María se echo a un lado para abrirle paso. Después de todo, no había mucho más que decir.
María se puso una camiseta que encontró en el cajón de la cómoda. Seguramente sería de Aurora, y eso le hizo sentirse un poco incómoda, pero por lo menos estaba limpia. Era extraño. Fermín sabía donde se encontraba Aurora. ¿Por qué no le decía nada a Gloria? Era su madre, al fin y al cabo. Tenía derecho a saberlo. Su mente viajó de vuelta al internado, de vuelta a Iván.
Mirándose al espejo, hizo una mueca al ver las prominentes ojeras que enmarcaban sus ojos. Si por lo menos pudiese dormir cuatro horas seguidas esa noche, puede que su cara tuviese mejor pinta a la mañana siguiente.
Fermín salió del baño en toalla, su pelo revuelto y mojado. Los cortes que adornaban su cuerpo todavía conseguían estremecerla. María había visto agua oxigenada y algodón mientras buscaba pasta de dientes en el gabinete de encima del lavabo. Sin dudarlo un momento, entró en el baño, sacó lo que iba a necesitar y se plantó frente a Fermín, quien dio un pequeño paso hacia atrás, acorralado entre el lavabo y la bañera. Estaba mirando a María cual presa a su cazador.
Sin decir palabra, María empapó el algodón en agua oxigenada y comenzó a curarle los peores cortes con suavidad. Fermín tampoco puso mucha resistencia. Su pecho se hinchaba y deshinchaba rítmicamente. El algodón seguía la ruta trazada por el paisaje de cortes. El trabajo de María era pausado, meticuloso. Lo último que quería era hacerle daño.
Aun así, la herida mas profunda, no era de las que se veían por fuera.
_ ¿Estás bien? _ preguntó, preocupada.
_ Hombre, podría estar mejor, _ admitió él con esa media sonrisa que reservaba cuando no quería preocuparla con la verdad.
Los dedos de María remplazaron al algodón, al principio tímidos pero cada vez tocando con mayor intimidad, su propósito acariciar mas que curar. María sentía el aliento de Fermín en su pelo, cada vez mas acelerado. Con infinita ternura, los labios de María reposaron sobre uno de sus pectorales, sembraron un beso húmedo sobre su clavícula.
_ María, _ susurró Fermín, cogiendo sus muñecas y apartándola de él.
La estaba mirando con esa intensidad tan ajena a Fermín, y tan característica de Carlos. La misma intensidad que vio en sus ojos el día que la dijo que se iba del internado. Fermín tragó un par de veces con dificultad.
_ No sigas.
Los ojos de María se llenaron de lágrimas, de rabia, de impotencia.
_ Sigues queriendo que me aleje de ti. ¿Por qué?
Fermín se humedeció los labios. María conocía ese gesto. Lo hacía siempre que se ponía nervioso.
_ No lo hagas más difícil, por favor.
_ ¿Más difícil? ¿Crees que me resulta fácil estar constantemente a tu lado sabiendo que no puedo acercarme a ti?
_ ¡Joder, María! _ Estaba claro que se sentía acorralado. Que necesitaba su espacio. Una larga pausa se interpuso entre ellos. _ ¿Sabes lo que veo cada vez que cierro los ojos? Veo a Noiret encima de ti. Te veo a ti totalmente indefensa, a su disposición.
María le miraba fijamente a los ojos, asombrada ante el ardor que emanaba de ellos.
_ ¿Sabes lo que sentí al apretar el gatillo? _ continuó él.
Ella estaba paralizada, negando con la cabeza sin poder vocalizar una respuesta coherente.
_ Sentí alivio. Sentí alegría, _ dijo él entre dientes. _ ¡Le vi caer al suelo y quise matarle otra vez!
Fermín cerró los ojos, tragó varias veces en seco.
_ No soy la persona de la que crees haberte enamorado, María, _ dijo abriendo los ojos de nuevo y clavando su mirada en el oscuro abismo de los de ella. _ He sido un egoísta de mierda. Nunca debí haberme acercado a ti. Deberías odiarme. Todo esto ha pasado por mi culpa.
Durante todo el viaje María había estado convencida de que Fermín la culpaba a ella de todo. Nunca se le cruzó por la cabeza que pudiera ser al revés. Que fuese él quien se sintiese culpable.
_ Yo jamás podré odiarte, Fermín, _ dijo ella desafiante. _ Y por mucho que intentes convencerme de lo cabrón que eres, no lo vas a conseguir.
Durante unos interminables segundos se sostuvieron la mirada. El silencio que cayó sobre ellos fue dispersado por la súbita vibración del móvil.
_ Tengo que cogerlo, _ dijo Fermín en voz baja.
María se echo a un lado para abrirle paso. Después de todo, no había mucho más que decir.
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