
Aún así, seguía trabajando. Llevaba cuatro años llevando y trayendo cafés y haciendo fotocopias en una oficina del centro. Por supuesto, el trabajo también había llegado por cuenta ajena, de las mismas manos que la habían puesto en aquella casa y que engordaban su cuenta corriente a marchas forzadas.
Aquel día, cuando llegó a casa, lanzó el bolso sobre el sofá y fue directa a la habitación de su hijo. El cuadro de Van Gogh la saludó desde la pared de enfrente, pero ella le ignoró y se sentó en el escritorio. Carlos apenas lo usaba porque las piernas aún no le llegaban al suelo, pero a ella se le quedaba ya pequeño. Cogió la pila de papeles que había sobre él y los ojeó uno a uno.
En el primero, un dibujo: rayas azules, verdes, amarillas, sin orden ni concierto, sobre un fondo azul oscuro. La noche estrellada.
Tras él, otro dibujo. Un hombre vestido de blanco. En la misma postura que la única foto que su hijo había visto de su padre. Por un momento, le provocó una pena terrible que sólo pudiera recordarle así.
Después, una hoja. Muchos números, hechos con trazos sencillos, del uno al cincuenta y vuelta a empezar. Metódico, como su padre.
Repasó el resto de la pila sin encontrar lo que buscaba.
Al otro lado del escritorio, tres fotos. Una de su primer cumpleaños en el colegio, con sus amigos. Otra con su madre, sólo unos meses antes. Y otra con su hermano Iván, en un lugar desconocido para ella. Debajo, una libreta pequeña.
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Tuvo que agarrarse al borde de la mesa para no caerse. Un texto escrito por un niño de cinco años no debería jamás asemejarse a una bofetada, pero a ella, casi consigue derribarla. Se llevó una mano al pecho, tratando de calmar el dolor intermitente en forma de punzadas que le aguijoneaba justo en el centro. Porque ni Fermín, ni Carlos, ni el tiempo pasado iban a volver nunca por mucho que ellos lo desearan.
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