No debí…
- Fermín, ¿qué te pasa?
Que no debí…
Pero no digo nada. Sólo huyo. Porque tengo miedo. Ensayo una mirada de desprecio, pero no me sale y tengo que mirar hacia otro lado. Vuelvo a huir. Me encamino a la puerta, no sé si abrirla para correr o para empujarla fuera. Me detengo. Porque noto su presencia tras de mí. Y quiero sentirla un poco más. Sólo unos segundos más.
- Fermín, yo sólo quiero ayudarte.
- ¿Quieres ayudarme? Pues entonces déjame en paz.
Abro la puerta. Porque quiero que me odie. Que se vaya y se aleje de mí. Porque no soporto más ver sus ojos llenos de lágrimas, y me odiaría si ella tuviera que acarrear también con mi dolor.
Nunca debí permitirlo.
Me mira con incredulidad. Me cree. Piensa que realmente quiero que se vaya y no se acerque a mi más. Y me duele.
Su odio me late en las sienes cuando me mira por última vez. Ahoga su llanto y mira hacia abajo. Y cuando me roza al salir, me duele cada músculo del cuerpo. Cada músculo que se tensa, en otra lucha interna entre mi cerebro y el impulso irracional de agarrarla por una muñeca, con fuerza, despacio, con violencia pero flojito, y estrellarla contra mi cuerpo y pedirle que no se vaya, que no me deje nunca, porque sin ella estoy solo. Solo.
Cierro la puerta y sé que la he perdido. Y araño la madera como si pudiera rasgar su cuerpo con los dedos. Y así dañarme yo, destruirme y entender, tanto tiempo después, que nunca debí permitírmelo. Porque sabía que no podía hacerla feliz, todos los días.
No debí decirle que la quería, porque sabía que terminaría arrastrándola conmigo.
Y no debo desear que vuelva…
- Fermín, ¿qué te pasa?
Que no debí…
Pero no digo nada. Sólo huyo. Porque tengo miedo. Ensayo una mirada de desprecio, pero no me sale y tengo que mirar hacia otro lado. Vuelvo a huir. Me encamino a la puerta, no sé si abrirla para correr o para empujarla fuera. Me detengo. Porque noto su presencia tras de mí. Y quiero sentirla un poco más. Sólo unos segundos más.
- Fermín, yo sólo quiero ayudarte.
- ¿Quieres ayudarme? Pues entonces déjame en paz.
Abro la puerta. Porque quiero que me odie. Que se vaya y se aleje de mí. Porque no soporto más ver sus ojos llenos de lágrimas, y me odiaría si ella tuviera que acarrear también con mi dolor.
Nunca debí permitirlo.
Me mira con incredulidad. Me cree. Piensa que realmente quiero que se vaya y no se acerque a mi más. Y me duele.
Su odio me late en las sienes cuando me mira por última vez. Ahoga su llanto y mira hacia abajo. Y cuando me roza al salir, me duele cada músculo del cuerpo. Cada músculo que se tensa, en otra lucha interna entre mi cerebro y el impulso irracional de agarrarla por una muñeca, con fuerza, despacio, con violencia pero flojito, y estrellarla contra mi cuerpo y pedirle que no se vaya, que no me deje nunca, porque sin ella estoy solo. Solo.
Cierro la puerta y sé que la he perdido. Y araño la madera como si pudiera rasgar su cuerpo con los dedos. Y así dañarme yo, destruirme y entender, tanto tiempo después, que nunca debí permitírmelo. Porque sabía que no podía hacerla feliz, todos los días.
No debí decirle que la quería, porque sabía que terminaría arrastrándola conmigo.
Y no debo desear que vuelva…
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