En algún momento antes del Polo Norte...
¿Por qué no puedo dejar de mirarte?
Te veo ahí, moviendo platos, vasos, cafeteras. Te miro y tú no me ves. Debe ser porque estás de espaldas a mí, y mis movimientos lentos no te alertaron de mi llegada.
Te miro y me recreo en ti, en tu pelo cayendo, como una cascada, sobre tu espalda. En ese delantal que se ciñe a tu cintura, y que me hace casi desfallecer, al recordar su estrechez, el tacto suave de tu piel que me resultó tan efímero…
Sé que sólo yo soy el culpable de haberte perdido. Nadie mejor que yo sabe el dolor que me provoca verte ahí, tan lejos y tan cerca. Pero mi verdad podría dañarte tanto, María…
Y si algo que no quiero en este mundo es dañarte, sabes que moriría antes de hacerlo.
Te paras, inquieta, ¿sabes que estoy aquí? ¿Sabes que estoy en el mundo, y que muero por ti? A veces me lo pregunto, porque sé de tu dolor, y sé que es tan grande que ni yo, ni ningún hombre en el mundo, puede aliviarlo.
Sólo tu hijo sería capaz de quitarte ese velo de tristeza que te cubre los ojos y el alma, y somos tan cobardes…
Yo también lo soy, María. Lucho conmigo mismo, a veces libro batallas con mi alter ego valiente hasta las tantas de la madrugada. Pero no consigo nada, porque al fin y al cabo, lucho contra mi mismo, contra mi pasado, contra ése futuro que yo mismo me he negado.
Y te veo girar, darte la vuelta, mirarme con una sonrisa…
Y contigo gira el mundo, y esa sonrisa tonta, de chiquillo, vuelve a mi rostro. Balbuceo, pero quizá no consiga articular nada coherente. Tendré que recurrir a alguna frase socorrida…
-María…
-¿Qué?
-¿Has… has visto a Jacinta?
Sonríes. Qué dulce eres. Cuánto daría por sonreír yo también dentro de tu boca.
-No, Héctor, no la he visto todo el día.
Y en una última batalla conmigo mismo, sonrío, asiento con la cabeza, doy las gracias y me voy. Quizá la próxima vez…
Te veo ahí, moviendo platos, vasos, cafeteras. Te miro y tú no me ves. Debe ser porque estás de espaldas a mí, y mis movimientos lentos no te alertaron de mi llegada.
Te miro y me recreo en ti, en tu pelo cayendo, como una cascada, sobre tu espalda. En ese delantal que se ciñe a tu cintura, y que me hace casi desfallecer, al recordar su estrechez, el tacto suave de tu piel que me resultó tan efímero…
Sé que sólo yo soy el culpable de haberte perdido. Nadie mejor que yo sabe el dolor que me provoca verte ahí, tan lejos y tan cerca. Pero mi verdad podría dañarte tanto, María…
Y si algo que no quiero en este mundo es dañarte, sabes que moriría antes de hacerlo.
Te paras, inquieta, ¿sabes que estoy aquí? ¿Sabes que estoy en el mundo, y que muero por ti? A veces me lo pregunto, porque sé de tu dolor, y sé que es tan grande que ni yo, ni ningún hombre en el mundo, puede aliviarlo.
Sólo tu hijo sería capaz de quitarte ese velo de tristeza que te cubre los ojos y el alma, y somos tan cobardes…
Yo también lo soy, María. Lucho conmigo mismo, a veces libro batallas con mi alter ego valiente hasta las tantas de la madrugada. Pero no consigo nada, porque al fin y al cabo, lucho contra mi mismo, contra mi pasado, contra ése futuro que yo mismo me he negado.
Y te veo girar, darte la vuelta, mirarme con una sonrisa…
Y contigo gira el mundo, y esa sonrisa tonta, de chiquillo, vuelve a mi rostro. Balbuceo, pero quizá no consiga articular nada coherente. Tendré que recurrir a alguna frase socorrida…
-María…
-¿Qué?
-¿Has… has visto a Jacinta?
Sonríes. Qué dulce eres. Cuánto daría por sonreír yo también dentro de tu boca.
-No, Héctor, no la he visto todo el día.
Y en una última batalla conmigo mismo, sonrío, asiento con la cabeza, doy las gracias y me voy. Quizá la próxima vez…
No hay comentarios:
Publicar un comentario