
Se odiaba con todas sus fuerzas. Se daba asco a sí misma.
Le costó un instante asimilar que no era ella, sino Carlos, el que estaba hastiado de su propia existencia, convencido del hecho de que a partir de ése día, cada vez que mirase a Aurora, vería los ojos vacíos del guardia de Orsay, la mirada muerta de una moneda de cambio.
- Deja que se vaya…
Aurora seguía de rodillas, con los ojos apretados, conteniendo una nausea que no le cabía en el estómago. La pistola le apuntaba ahora a la sien derecha.
El mayor de los dos hombres pareció sopesar la idea unos segundos para desecharla después. Otra vez esa ironía vomitiva de su voz abarcó la sala.
- Tranquilo, Carlos. Ha sido un placer hacer negocios contigo, en serio. Me da hasta pena dar por terminada nuestra reunión…
- Si me vas a matar… - su voz sonó firme, poderosa, capacitada para hacerles creer que realmente no le importaba su vida. Rebeca, tras sus ojos, entendió que no era un farol, que en realidad, lo que quería era que le mataran de una vez. Tragó saliva antes de continuar. – Si me vas a matar, hazlo de una puta vez.
Carlos…
La voz de Aurora, llamándole en una súplica, le taladraba los oídos y se iba tatuando en el centro de su cerebro de forma permanente.
- Carlos, no me interesas muerto. En un par de horas, la policía habrá encontrado dos casquillos de bala que podrán asociar en cuestión de minutos con la que era tu arma reglamentaria. Te detendrán y tú harás lo que tienes que hacer si quieres que la chica te esté esperando cuando salgas. Puedes intentar contarles que la mafia rusa va por ahí robando cuadros, pero mucho me temo que no te compensará… Y quién sabe, quizá algún día, podamos volver a hacer negocios.
En toda su vida, Rebeca jamás había experimentado unas ganas tan feroces de matar a nadie. Y sospechaba que esa necesidad habría permanecido en ella incluso si no hubiera tenido que vivir aquello metida dentro del puño de dolor y miedo en que se había convertido Carlos.
- Dame el cuadro.
- No.
- No estás en posición de…
- No. Si no dejas que Aurora se vaya, voy a llenar de pólvora tu puta obra maestra. Después puedes matarnos si quieres, pero mucho me temo que no te compensará…
El rostro de su adversario se puso lívido.
Buena jugada, Carlos.
El hombre volvió a chasquear los dedos y el más joven apartó el arma. Aurora se dejó caer en el suelo, como una muñeca rota, y se rodeó el vientre con los dos brazos para no vomitar.
- Que se vaya.
- No…
Sus ojos se abrieron de par en par y por primera vez, consiguió hilar más de dos palabras seguidas.
- No me voy a ir sin ti…
- ¡Vete!
Vete.
El grito fue una explosión. Un vómito de odio, de deseo de venganza, de asco y de hastío. Toda la ira capaz de habitar en un ser humano se desató dentro de él, inundándolo todo.
- ¡He dicho que te vayas!
No la miraba. Sus ojos se clavaban en los de su contrincante mientras el cañón de su arma amenazaba con destrozar "La Grenouillère”, sin rastros de pensamiento racional.
Aurora se levantó despacio y estuvo a punto de volver a caerse antes de recuperar el equilibrio por completo. Le dedicó una última mirada, pero él ni la percibió. Sólo oyó el clic suave de la puerta al cerrarse tras ella.
- Dame el cuadro.
Carlos bajó el arma y lanzó el cuadro a ras de suelo, hasta que éste dio con los pies de su nuevo dueño. El hombre lo recogió y volvió a recuperar, tímidamente, el tono en las mejillas. Sonrió con satisfacción y se encaminó hacia la salida, seguido de su compañero, que no había pronunciado una sola palabra.
Sintió como la sangre se le helaba en las venas, adormeciéndole rápidamente los músculos del cuerpo. Nunca antes había matado. Y esta noche…
- Me ha encantado negociar contigo, Carlos.
La voz cantarina le llegó desde el fondo de la sala, justo después del sonido de la puerta abriéndose. No pensó. No sintió nada. Se dio la vuelta y levantó el arma.
- Espera…
El hombre mayor se dio la vuelta rápidamente y le miró con desdén.
- No me gusta disparar por la espalda.
Ni siquiera tuvo tiempo de que aquella sonrisa estúpida se borrara de su cara. Recibió el tiro en la frente y se desplomó en silencio. Su compañero sólo tuvo tiempo de llevarse la mano a la cadera...
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