El escándalo de la farmacéutica Ottox era el principal tema de conversación aquella mañana. Su esfuerzo se centraba en pasar desapercibido y mantenerse ajeno al revuelo que había salpicado a varios miembros del internado, pero durante el desayuno, los comentarios iban y venían de sus oídos. Vio a Iván entrar el comedor cabizbajo, sabedor de que muchas miradas se centraban en él.
Se dirigió directamente hacia donde estaban Fermín y su madre, y dejó que ella le acariciara con disimulo las manos mientras le servía la leche. Se alejó despacio con la taza entre las manos y se sentó en la mesa con sus amigos.
No era su primera cuenta atrás, pero esta se hacía más compleja, porque a pesar de que reloj se movía en dirección inversa, no sabía cuánto tiempo quedaba. Podían tardar unos días, semanas, meses, pero la verdad quería imponerse y ansiaba salir a la palestra. Y cuando eso ocurriera, tendría que hacer frente al pasado, al remoto y al más cercano.
El teléfono sonó estridente en su bolsillo, y se echó a un lado para cogerlo.
- Vamos a entregar a Irene. Esto se acaba, Carlos.
Colgó el teléfono y apretó los dientes. Decidió no pensar en lo que se le venía encima. No había más nada que él pudiera hacer. Los documentos que acreditaban sus progresos en la misión que le había sido encomendada estaban ya en manos de Saúl y, haciendo gala de su cautela, también en las de Silvia, que a esas alturas, era probablemente la única persona dentro de la Organización en la que se sentía capaz de confiar. Quizá por eso también había puesto en sus manos la parte que se refería a sus descubrimientos en torno al grupo Géminis, además de todo lo que poseía Amelia y que era más que suficiente para meter a sus miembros en la cárcel de por vida. El asesino de su padre estaba muerto. No había más nada que hacer ya, salvo permanecer al lado de María y de Iván para que el daño fuera el mínimo.
Durante el día, los murmullos a su alrededor se fueron apagando. Ottox empezaba a pasar a la historia, como si la gente andara ya a la expectativa de qué sería lo siguiente.
Por la tarde, salió al bosque. Después de lo vivido, le fascinaba ver los cordones policiales alrededor de los árboles y la laguna, mientras hombres armados entraban y salían de los pasadizos, como si aquel infierno subterráneo no hubiera estado oculto a los ojos del mundo. Oía voces, coches yendo y viniendo, pero no consiguió saber en qué punto se hallaban las investigaciones. Volvió al internado y preparó la cena, casi sin mediar palabra con María, que se movía taciturna por la cocina, presintiendo también que algo tocaba a su fin.
Eran más de las once cuando subió a su dormitorio. Se encontró a María tumbada sobre la cama, aún vestida, con las manos cruzadas sobre el vientre y la mirada perdida entre las grietas que poblaban el techo. Rodeó la cama y se arrodilló en el suelo, junto a ella. No necesitan hablarse. Ambos sabían que se avecinaba algo muy grande, y muy doloroso. Le acarició las manos con las suyas y le besó las puntas de los dedos, que ella hundió en aquel pelo color ceniza, rezando un mantra de consuelo sin palabras. Él dejó caer sus labios sobre el vientre de ella, besando a un niño que amaba ya con todas sus fuerzas a pesar de que María decía que tenía el tamaño de un grano de arroz.
Ahí, en ese escondite terso, suave, se refugiaba cuando le acuciaba el miedo. Y pensó que si nada lo impedía, podría quedarse dormido allí toda la noche.
Pero antes de que transcurrieran unos pocos segundos, la puerta sonó con urgencia y, sin esperar respuesta, vio a Iván entrar, casi sin resuello, con la respiración agitada y el rostro descompuesto.
- Lo han encontrado, Fermín…
Se puso de pie de un salto. Lo que más había temido se hizo corpóreo, atenazándole las entrañas.
- Lo han encontrado en la laguna. Ese tío… el coche… todo… Dios mío…
Se dirigió directamente hacia donde estaban Fermín y su madre, y dejó que ella le acariciara con disimulo las manos mientras le servía la leche. Se alejó despacio con la taza entre las manos y se sentó en la mesa con sus amigos.
No era su primera cuenta atrás, pero esta se hacía más compleja, porque a pesar de que reloj se movía en dirección inversa, no sabía cuánto tiempo quedaba. Podían tardar unos días, semanas, meses, pero la verdad quería imponerse y ansiaba salir a la palestra. Y cuando eso ocurriera, tendría que hacer frente al pasado, al remoto y al más cercano.
El teléfono sonó estridente en su bolsillo, y se echó a un lado para cogerlo.
- Vamos a entregar a Irene. Esto se acaba, Carlos.
Colgó el teléfono y apretó los dientes. Decidió no pensar en lo que se le venía encima. No había más nada que él pudiera hacer. Los documentos que acreditaban sus progresos en la misión que le había sido encomendada estaban ya en manos de Saúl y, haciendo gala de su cautela, también en las de Silvia, que a esas alturas, era probablemente la única persona dentro de la Organización en la que se sentía capaz de confiar. Quizá por eso también había puesto en sus manos la parte que se refería a sus descubrimientos en torno al grupo Géminis, además de todo lo que poseía Amelia y que era más que suficiente para meter a sus miembros en la cárcel de por vida. El asesino de su padre estaba muerto. No había más nada que hacer ya, salvo permanecer al lado de María y de Iván para que el daño fuera el mínimo.
Durante el día, los murmullos a su alrededor se fueron apagando. Ottox empezaba a pasar a la historia, como si la gente andara ya a la expectativa de qué sería lo siguiente.
Por la tarde, salió al bosque. Después de lo vivido, le fascinaba ver los cordones policiales alrededor de los árboles y la laguna, mientras hombres armados entraban y salían de los pasadizos, como si aquel infierno subterráneo no hubiera estado oculto a los ojos del mundo. Oía voces, coches yendo y viniendo, pero no consiguió saber en qué punto se hallaban las investigaciones. Volvió al internado y preparó la cena, casi sin mediar palabra con María, que se movía taciturna por la cocina, presintiendo también que algo tocaba a su fin.
Eran más de las once cuando subió a su dormitorio. Se encontró a María tumbada sobre la cama, aún vestida, con las manos cruzadas sobre el vientre y la mirada perdida entre las grietas que poblaban el techo. Rodeó la cama y se arrodilló en el suelo, junto a ella. No necesitan hablarse. Ambos sabían que se avecinaba algo muy grande, y muy doloroso. Le acarició las manos con las suyas y le besó las puntas de los dedos, que ella hundió en aquel pelo color ceniza, rezando un mantra de consuelo sin palabras. Él dejó caer sus labios sobre el vientre de ella, besando a un niño que amaba ya con todas sus fuerzas a pesar de que María decía que tenía el tamaño de un grano de arroz.
Ahí, en ese escondite terso, suave, se refugiaba cuando le acuciaba el miedo. Y pensó que si nada lo impedía, podría quedarse dormido allí toda la noche.
Pero antes de que transcurrieran unos pocos segundos, la puerta sonó con urgencia y, sin esperar respuesta, vio a Iván entrar, casi sin resuello, con la respiración agitada y el rostro descompuesto.
- Lo han encontrado, Fermín…
Se puso de pie de un salto. Lo que más había temido se hizo corpóreo, atenazándole las entrañas.
- Lo han encontrado en la laguna. Ese tío… el coche… todo… Dios mío…
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