…mamá…
…mamá…
… no llores…
…mamá…
… no grites…
- ¡Mamá! Por favor…
La única voz capaz de sacarla del infierno le gritó en el oído. Se despertó, como cada noche, sin saber apenas donde estaba.
- Mamá, no llores…
Carlos se las arregló, a pesar de lo pequeño de su cuerpo, para abrazar a su madre. No soportaba más oírla gritar a media noche, sus pasos lentos por el pasillo antes de que se hiciera de día. Quería que su madre durmiera por fin, que sonriera mientras lo hacía, como cuando soñaba cosas bonitas. Que fuera siempre así.
- Mami, no llores más…
Se secó las lágrimas con las palmas de la mano y cogió a su hijo en brazos. Lo sentó sobre ella en la cama y le meció con suavidad, como cuando era sólo un bebé y pasaba horas caminando por aquel piso, su jaula de oro, con él en los brazos.
- No te preocupes, cariño. No pasa nada, sólo era una pesadilla, como cuando tú sueñas que hay un monstruo en tu armario y luego nunca hay nada…
- Llamabas a papá sin parar, me ha dado miedo…
Le acarició el pelo, sin fuerzas para decir nada que pudiera calmarle. El calor del cuerpo de su hijo le iba trayendo, gradualmente, un poco de calma. Se corazón fue apaciguando el ritmo, y el temblor de sus manos fue remitiendo poco a poco.
- Mamá…
- ¿Qué?
- ¿Papá te dejó sola?
- No. Papá no quería dejarnos solos. Pero quería que estuviéramos bien. Por eso tuvo que ir… Por eso le mataron.
Se arrepintió inmediatamente. Sonaba demasiado duro para usarlo como cuento para un niño de cinco años. Pero en cinco años de eufemismos y de verdades disfrazadas, no había conseguido evitar el mazazo que su hijo había recibido unos días antes.
Si acaso, sólo había conseguido alimentar unas ilusiones que no tenían ningún sentido.
- ¿Por qué hay gente que mata, mamá?
- No lo sé, cariño. No lo sé.
- ¿Y a nosotros también nos van a matar?
- No, a nosotros no.
Aquel abrazo íntimo, a oscuras en su dormitorio, le trajo una paz desconocida. Ahora que su hijo ya sabía la verdad, la losa que pesaba sobre ella parecía más liviana, como si se estuviera desmoronando con cada verdad que iba viendo la luz.
Se durmieron en la misma postura, ella sentada, con la espalda apoyada en el cabecero de la cama, y con Carlos en brazos, mientras la mano del niño descansaba sobre el pecho de su madre. No tuvo pesadillas, ni miedo, ni frío. No había dormido tan bien en seis años.
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