
Abrió la puerta dibujando la mejor y más amable de sus sonrisas, invitándole a pasar. Él entró, como siempre, sin saludar. En los últimos años, había cambiado la chaqueta de cuero por el abrigo de ante y el odio por la indiferencia. Lo demás permanecía inalterable, como si fuese inmune al paso del tiempo.
- ¿Y Carlos?
- Está terminando de vestirse, siéntate Iván.
- No, gracias, estoy bien de pie.
Titubeó un segundo, echó un vistazo rápido al sofá, considerando la posibilidad de sentarse, pero seguidamente volvió a preguntar:
- ¿Puedo entrar a su habitación?
- Sale ahora mismo, de verdad. Siéntate, por favor.
Ella esperaba oírle musitar algo entre dientes, pero todavía no se había acostumbrado a su nueva actitud. Sin mediar palabra, se sentó en el borde del sofá, con los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas bajo la barbilla. Con estudiada y dolorosa indiferencia.
Dio dos pasos hacia él, luchando contra las ganas de sentarse a su lado y pasarle una mano por el rostro.
- Iván…
El la miró, pero no le habló.
- Carlos está… dice que está escribiendo un libro.
Él mantuvo la postura. Su madre se había preguntado mil veces si realmente le importaba una mierda lo que ella pudiera decir o hacer, o si esa actitud era un estúpido escudo para defenderse de su dolor. Lo intentó de nuevo, atacándole por el flanco más débil.
- Escribe las cosas que yo le cuento sobre Fermín. Podrías… bueno, quizá podrías echarle una mano, está muy ilusionado y…
- ¿Le has contado también por qué no tiene padre? ¿O eso se te pasó?
Esta vez no. Ya no estaba dispuesta a dejarse doblegar más. Ya era lo suficientemente doloroso vivir sin el cariño de su hijo y sin la compañía del hombre que amaba. Ya había pagado. Y no iba a recibir más golpes gratuitos.
- No fue nuestra culpa, Iván. Fermín tenía su propia cruzada, y aunque tú, yo, Héctor, Marcos… aunque ninguno de nosotros hubiera estado allí, probablemente habría ocurrido lo mismo.
- Las cosas son como son, María. No vale imaginarse qué habría pasado si no hubiéramos estado allí.
- ¿Crees que a mi no me duele? ¿De verdad lo crees?
Dio dos pasos al frente y se colocó de pie delante de él, que desvió la mirada hacia abajo.
- Mírame Iván, mírame. – Se agachó para quedar frente a frente con él, ahí donde no podía evitarla. - ¿Crees que no me duele?
No respondió. No lloró. No se movió.
- ¡Carlos! Te estoy esperando…
- No me ignores, Iván, estoy harta…
Le cogió por la barbilla y le obligó a mirarla de nuevo. El centro de sus ojos flotaba sobre una isla de lágrimas que nunca verían la luz, pero que le hicieron saber que era posible, que su hijo estaba más cerca de ella que nunca.
- ¿Sabes que fue lo último que me dijo?
No quería, no era culpa de Iván, pero sus palabras venían imprimidas en rabia, en dolor, en desesperación, y su tono se elevó por encima de lo que ella hubiera querido.
- ¿Sabes qué fue? Me dijo que valía la pena.
El tragó saliva en seco, y lloró hacia adentro, incapaz de hablar.
- ¿Y sabes por qué pensaba que había valido la pena? Porque me estabas abrazando, Iván. Y pensó que había ganado algo.
Las lágrimas empezaron a fluir también hacia afuera, y ella tuvo que controlarse para no abrazarle y perder todo lo ganado.
- Si quieres seguir castigándome, adelante. Pero nunca olvides que me pasé ocho años de mi vida buscándote, y otros siete aguantando tus insultos y tu desprecio mientras te pedía perdón mil veces. Acuérdate de que tengo un hijo que piensa que su padre va a entrar cualquier día por esa puerta, y al que no me atrevo a contarle que no lo va a hacer porque hace seis años que le mataron delante de mí. Piénsalo, y valora si he pagado ya o no por mis errores…
Cuando levantó la vista, se encontró de frente con Iván, y tras él, Carlos, congelado ante la puerta del salón. Llorando como el niño que era. Cuando se dio cuenta de que su madre le había visto, corrió con todas sus fuerzas y cerró de un portazo la puerta del dormitorio.
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