
Orsay se disipó tan rápidamente como había emergido, dejando un silencio absoluto en el presente. Los dedos de Carlos todavía sujetaban su muñeca, pero era mas una caricia, mucho menos la agresión brutal que había sido al principio.
En esos nueve segundos podía transcurrir una vida entera. Nueve segundos. Eso era lo que aquellos hombres de batas blancas en aquel horrible lugar le habían dicho a su padre cuando no era más que una niña.
Carlos dio un paso atrás, soltando su mano con un breve roce. Rebeca nunca había visto unos ojos tan expresivos. En ellos pudo ver remordimiento, culpabilidad, tormento. . . . Todo aquello que nunca veía en el corredor de la muerte. Esa mirada tan intensa que la tenía clavada en el sitio se desvió hacia el suelo, desapareció tras el refugio de sus parpados.
Rebeca se mojó los labios. Su voz sonó extraña, ajena a sus propios oídos.
_ Fue por ella.
_ Vete de aquí, _ susurró Carlos casi sin aliento.
_ ¿Quién es?
Carlos llegó a la puerta con un par de furiosas zancadas, la abrió de par en par con una expresión sombría.
_ ¿Es que no me has oído? ¡Te he dicho que te largues!
La sorpresa parecía haberla atornillado en el sitio. Tardó varios segundos en reaccionar, y cuando lo hizo fue de forma robótica, obligando a sus pies a moverse, a cruzar esa corta distancia entre ellos, eterna. Intentó sostenerle la mirada, pero fue incapaz de hacerlo. Con la cabeza agachada consiguió salir de la habitación de Carlos sin decir palabra.
*********
El dolor era casi insoportable. Cada vez que inhalaba sus músculos conspiraban contra ella, resentidos por semejante invasión. Exhalaba y esa presión descomunal en el pecho se aliviaba, pero sólo por segundos, luego tomaba aire otra vez y vuelta a empezar. El chaleco antibalas yacía entre sus manos. Sus dedos acariciaban la tela que había salvado su vida. Estaba furiosa consigo misma. El viejo temía que todavía estuviese demasiado verde para esta misión, y ella había confirmado sus sospechas esta tarde. ¿Cómo pudo ser tan impulsiva? ¿En qué estaría pensando?
Rebeca levantó la cabeza cuando alguien llamó a la puerta. Rápidamente ocultó el chaleco bajo el edredón de la cama, despertando de nuevo ese fuego que quemaba su pecho cada vez que hacía un movimiento brusco.
_ Soy yo.
Los labios de Rebeca formaron una pequeña sonrisa al verle. Carlos entró en la habitación, esos ojos felinos la miraban de arriba abajo, estudiando cada gesto y cada movimiento.
_ ¿Qué tal te encuentras?
Rebeca se encogió de hombros. Se arrepintió de inmediato, incapaz de ocultar una mueca de dolor. Carlos fue hacia ella, clavando una rodilla sobre el suelo y extendiendo una mano que se detuvo medio segundo antes de hacer contacto con su mejilla.
_ Me has dado un susto de muerte, _ dijo él con esa sonrisa torcida que le restaba diez años mientras dejaba caer la mano sobre el colchón.
_ Siento haber puesto la misión en peligro, _ contestó ella compungida. _ Cuando vi a Wulf caminando tan tranquilo hacia ese coche. . . Lo que hice no tiene perdón.
Carlos movió la cabeza de lado a lado lentamente.
_ No te culpes por ello.
_ Dejé que mis sentimientos se apoderasen de mí. Casi mando la misión al garete. Podrían haber detonado la bomba a distancia, podrían haberme disparado en la cabeza. ¿Cómo pude ser tan estúpida?
_ Rebeca. . .
Le veía borroso a través de ojos encharcados. Y aun así pudo percibir en él esa necesidad a la que raramente ella se entregaba: el contacto humano, una simple caricia. El calor. El tacto. Rebeca quería abrazarle, olvidar esa barrera que la impedía darse a tan sencillo gesto. Hubiese podido resistir el impulso de no haber estado él ahí, frente a ella, forzándola a beber de esa mirada que era un pozo sin fondo.
Y cuando las lágrimas rebeldes comenzaron a deslizarse por sus mejillas, su cuerpo ignoró cualquier advertencia desde aquella parte racional y remota de su mente. No pudo impedirlo. No quiso impedirlo. Sus brazos rodearon el cuello de Carlos, secó sus lágrimas en la cuna de su hombro mientras se entregaba a esa caída libre.
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