
Quiso soltar su mano, no ver más allá para no tener que sufrir aquel impulso eléctrico que le recorría el cuerpo, aquel vértigo que nacía en los pies y llegaba a la cabeza, mareándola, haciéndola partícipe de todo lo que Carlos había vivido en Orsay.
Pero no pudo soltarse, necesitaba saber, a pesar de que una inexplicable sensación de nausea se había apoderado de su estómago.
De repente, todo se volvió más nítido.
Carlos se le antojó minúsculo ante aquellos dos hombres de facciones duras y ojos claros. Pero era ella la que atraía su atención. Su rizos, largos y oscuros, pegados a su frente; el rímmel que debió estar en sus pestañas alguna vez se extendía por su rostro, confiriéndole el aire de una dama gótica, sufriente y herida de muerte. El cañón centelleante de una pistola hundiéndose en la piel de su vientre. No sabía su nombre, pero sí que tenía miedo. No necesitaba meterse dentro de su cabeza para saberlo.
El corazón le dio un vuelco dentro del pecho justo en el momento en que Carlos levantó el arma y la dirigió a algún lugar fuera de su imaginario campo de visión, en el lado opuesto donde hallaba Ella, quien quiera que fuera. Su dedo índice tembló, fuera de control, sobre un gatillo inexistente. Quiso gritar, pero no pudo, porque lo que pasó en Orsay ya había ocurrido una vez, y otra, y volvería a pasar cada vez que se rozaran.
Apretó fuerte los ojos y quiso dirigirse al lugar donde la trayectoria del arma marcaba el objetivo. Pero algo la detuvo. Supo su nombre. La dama.
Aurora.
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